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Un torbellino de pinceladas furiosas y tiernas estalla en el lienzo, donde la terraza de piedra se aferra al mar como un susurro eterno, sus aguas turquesas girando en remolinos de color que rugen con vida indomable. Dos sillones de mimbre alzan cojines en un grito de tonos salvajes— azul como un eco de melancolía, amarillo como un relámpago de genio—abrazados por la luz moribunda del crepúsculo. Un sol pequeño, herido de oro, se desliza hacia el horizonte, derramando sangre y fuego en pinceladas que incendian un cielo de nubes rojizas, retorcidas en un frenesí celestial. Pero es el limonero el rey del caos y la luz, reinando junto al muro: sus hojas verdes vibran como llamas esmeralda, sus frutos amarillos arden con trazos gruesos y febriles, un estallido de vida que palpita y domina el alma de la escena.Cerca un olivo milenario extiende ramas serpenteantes, versos de un tiempo perdido, mientras la lavanda se desborda de macetas en púrpuras frenéticos, como lágrimas de pasión. Todo respira en este crepúsculo mediterráneo, un sueño de texturas y colores donde los limoneros cantan el alma atormentada y brillante de Van Gogh.
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