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Bajo un cielo que arde en pinceladas de fuego y sangre, la terraza de piedra abraza el borde del mar, donde las aguas turquesas danzan en remolinos de cristal. Tres sillones de mimbre, guardianes del reposo, ostentan cojines de colores audaces—rojo como el latir de un corazón, azul como el suspiro del océano, amarillo como un eco de estrellas fugaces—mecidos por la brisa del anochecer. Un sol pequeño, cansado de su viaje, se desliza hacia el horizonte, derramando oro líquido sobre nubes que giran en un vals celeste. Junto al muro, un limonero murmura vida, sus hojas verdes y frutos dorados vibran con el pulso de la tierra, mientras un olivo anciano extiende sus ramas como versos retorcidos de un poema eterno. Macetas de lavanda derraman púrpura en cascadas fragantes, y en el corazón de la escena, un gato tricolor duerme, rey de un reino onírico, su pelaje tejido con los sueños de Van Gogh. Todo se funde en un crepúsculo mediterráneo, donde el tiempo se detiene y el alma respira en cada trazo.
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