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En un rincón donde el tiempo se quiebra, la terraza de piedra, herida por siglos, abraza el lamento turquesa del mar, un rugido de espuma que danza con la tristeza del crepúsculo. Los pinceles de un alma inquieta, gruesos y febriles, alzan el óleo en torbellinos de oro y sombra, mientras la luz del atardecer, líquida y ardiente, baña tres sillas de mimbre, gastadas por el sol, sus cojines tejidos en hilos de fuego como ecos de un sueño que se desvanece. Lavandas en tiestos de terracota estallan en púrpuras giratorios, pinceladas que cantan la belleza sin freno, mientras un gato tricolor, guardián del umbral, observa con ojos que reflejan el alma del ocaso.
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