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En las crónicas de la costa onírica se narra de un sendero empedrado que abraza la orilla de un mar de jade dormido. Allí, bajo la mirada atenta de un firmamento sembrado de diamantes, un árbol de naranjas, con sus ramas cual brazos extendidos a las estrellas, ofrece sus frutos dorados a la noche.
A su lado, vasijas de arcilla labrada desbordan un festín de la tierra bajo el velo oscuro: limones que brillan como lunas pequeñas, racimos de uvas como lágrimas de la noche, y granadas, secretos rojos a punto de estallar. La lavanda, como un suspiro morado, perfuma el aire con su magia ancestral.
La luz ámbar de faroles tallados ilumina este edén nocturno, donde cada sombra parece danzar con vida propia. Y entre los frutos y las flores, un gato de pelaje tricolor, marcado por la noche y el alba, avanza con la gracia de una estrella fugaz, sus ojos centelleando con el misterio de la creación.
Se dice que este jardín es un fragmento de un sueño cósmico, donde los colores vibran con una energía sobrenatural, y la mano del destino, con trazos gruesos y apasionados, ha esculpido un paisaje que palpita con la maravilla y la extrañeza de un cuento de hadas olvidado.
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