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El Jardín Durmiente y el Guardián de Tres Colores
Cuentan los vientos del litoral, entre susurros de sal y lavanda, que existe un rincón escondido entre los pliegues del tiempo, donde el sol acaricia con dedos de oro y el mar canta viejas canciones azules. A este lugar se le llama El Jardín Durmiente, y no figura en mapa alguno, pues se abre sólo a quienes lo sueñan con los ojos bien abiertos.
El jardín no duerme como duerme el mundo; duerme como duerme una melodía en espera de quien la escuche, como un cuadro suspendido entre pinceladas de Van Gogh y fragancias de cítricos maduros. Sus sillas de mimbre, dispuestas como sabias ancianas, guardan las historias de quienes alguna vez se sentaron a mirar el horizonte romperse en espuma. Las macetas, exuberantes y rebosantes de púrpura, susurran secretos de la tierra al aire tibio de la costa.
Pero lo más curioso de este jardín no son sus colores ni sus perfumes, sino su guardián: un majestuoso gato de tres colores, nacido de la brisa marina y el fuego del atardecer. Nadie sabe su nombre, porque el Guardián no responde a palabras humanas. Tiene el lomo negro como la noche en que llegó, la panza blanca como la espuma del primer oleaje y manchas de un naranja encendido, como si el sol hubiera decidido quedarse a vivir en su pelaje.
El Guardián no vigila. Él contempla. Y con su mirada serena sostiene el equilibrio invisible entre lo real y lo soñado. A veces duerme, a veces se estira con la pereza de un dios satisfecho. Pero siempre, siempre está allí.
Se dice que quien logra verlo y quedarse a su lado, aunque sea un instante, se lleva consigo la certeza de que lo bello y lo eterno pueden encontrarse en un rincón cualquiera del mundo, si se mira con el alma despierta.
Y entonces, por unos segundos, el Jardín deja de dormir… y sueña contigo.
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