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Dichosos los que creen sin ver ...
1ª PARTE
Se había levantado con puntualidad el viento áspero de Poniente; y las afueras de la ciudad habían quedado desiertas, como sumidas en una profunda melancolía. Sólo las ráfagas de viento parecían tener vida en aquel arrabal; las cuales, en su vaivén caprichoso, azotaban aquellas trazas de vida humana con la paciente dedicación del coloso aplastando a una hormiga.
¡Era ciertamente una tarde desolada!
De la agitación de los días de Pascua, la ciudad entera había pasado a un profundo estado de postración. Se diría que estuviera recuperándose de la conmoción de los últimos acontecimientos, recuperación que no sería completa hasta tanto no se extinguiera el recuerdo de aquella Pascua singular y que aún vibraba en el ambiente. Si bien, estaba claro que sólo era cuestión de tiempo que aquel eco se apagase, desapareciendo para siempre en la quietud perfecta del olvido. Y los judíos, una vez ajusticiado en aquellos días el último impostor hasta la fecha, seguirían con sus vidas, esperando el Mesías. Así había sido siempre. Por lo menos desde los tiempos del exilio en Babilonia, las generaciones se sucedían y el anunciado Mesías no se presentaba. En realidad podría decirse que la religión de los judíos consistía en esperar. Esperar a alguien de quien ignoraban qué aspecto tendría y cuáles las señales que lo identificarían. Pero vendría, porque estaba escrito. Y las Escrituras Sagradas no podían estar equivocadas; pues, como nadie ignora, habían sido redactadas por el mismísimo Yahvé.
Aquel arrabal se aupaba sobre un cerro al sur de la ciudad. Cerro desde el cual se dominaba la hondonada conocida como \"de la Gehenna\", o valle del Ginnón, un erial hostil a todo tipo de vida. Territorio destinado por la religión judía más que por Yavhé a las almas en pena de los impíos, la Gehenna era el lugar donde, desde tiempo inmemorial, Jerusalén arrojaba sus detritos y los quemaba. Por lo que era estrictamente cierto y no sólo una atinada metáfora apocalíptica su consideración como \"el lugar donde el fuego nunca se extingue\". ¿Pues, podría haber acaso un sitio más a propósito donde tener su asiento el Infierno, ese lugar \"donde el crujir de dientes\", que rechinan por la desesperación de quienes, una vez allí, ya no pueden volver al seno del Padre? No, no lo había, sólo la Gehenna en todo Israel era lo suficientemente espantosa como para cobijar tan espantoso destino.
Es comprensible pues, que en el afán de superar tamaño inconveniente, aquella parte de la ciudad viviera concienzudamente de espaldas a semejante vista, tratando de ignorarla.
Y es por eso que, en el arrabal, llegada cierta hora, nadie estaba tan loco como para entretenerse por ahí sin motivo. Por lo que, en cuanto la noche se insinuaba, cada cual iba y se recogía en su escondite, al calor amable de la vida.
Ajeno a estos temores tan propiamente humanos, un gato acababa de salir de detrás de una tapia. El animal avanzó unos pasos, venteó el aire con la cautela debida, y anduvo mirando un poco aquí y allá, aparentemente hasta que dio con un sitio de su agrado. Entonces se sentó, se arrellanó bien sobre el terreno, y se dispuso a saborear un rato de sol. Al cabo de unos minutos de deleite, finalmente, inció un ritual de aseo : - \"primero unas lengüetadas, rin-ran, rin-ran, arriba y abajo de la pata izquierda; seguidamente, sin perder el compás, frotar la cabeza con la pata ensalivada. Y así una, dos, tres veces; y luego vamos con ...\" En esto andaba el animal cuando de repente se detuvo -la pata suspendida en el aíre- y se quedó mirando fijamente algo que se movía abajo, al pie del cerro.
En efecto, la figura de un hombre salido de la sombra acababa de irrumpir en la zona bañada por el sol. El hombre se movía con rapidez, y al poco ya estaba a mitad de pendiente y se aproximaba a las primeras casas. Se trataba de Tomás, apodado en su pueblo \"el Mellizo\". De los dos hermanos, éste era el que había sido amigo, un íntimo, del último Mesías falso, aquél al que habían ajusticiado por Pascua.
Tomás iba solo -como de costumbre- y caminaba pegado a las paredes en cuanto ello era posible. Por la forma de moverse, los hombros cargados y la cabeza baja y pegada al pecho, se diría que llevara una pesada carga sobre sí.
Carga que bien pudiera ser la de algún pecado, o la que es propia de ciertos estados de profunda tristeza.
Como la tarde se estaba tornando realmente fría y el viento arreciaba, Tomás se arrebujaba cada vez más en su manto, como si tratara de fabricarse un caparazón con que resistir mejor aquella inclemencia. Y se veía que tenía prisa; lo que seguramente sería porque no quería que la noche se le echara encima. A Tomás no le gustaba la oscuridad, y aún sería más acertado decir que le daba miedo.
Al llegar a la altura de la plazuela, donde la higuera que llaman de Efraím, por fin se detuvo. Mientras recuperaba el aliento echó un vistazo a su alrededor. No había nadie, y Tomás tan sólo vio un gato, que se alejaba ya camino de una tapia a medio caer y comida de cardos.
Al cabo de un momento Tomás reinició la marcha. Al parecer no llevaba intención de adentrarse en la ciudad; pues tomó el camino a su izquierda, uno que lleva a la muralla vieja y que luego discurre a su lado, hasta que ambos acaban por desaparecer, nadie sabe bien dónde.
Desde hacía unos días Tomás creía que le seguían. No todo el tiempo, desde luego, pero sí a ratos, o por lo menos de cuando en cuando. \"No se trataba de una impresión\" -se decía- \"¡es que estaba seguro de ello!\" Aquello era algo que venía ocurriendo desde que liquidaron al Maestro. \"Y esto ¿por qué? -se preguntaba-, ¿acaso él le importaba a alguien en esa ciudad, donde al fin y al cabo era un forastero y sólo estaba de paso?\"
\"Porque si fuera por lo del Maestro ...\" -pensaba-;sí, Tomás había tenido su buen cuidado de no estar cerca de Él cuando le llegó la hora. \"¡Eso es, exactamente, -se decía- no había estado a su lado!\" Ni siquiera cuando por último lo crucificaron en el Gólgota, la loma que los romanos llaman Calvarius a las afueras de la ciudad, junto a la puerta de Samaria. Aunque, en honor a la verdad habría que decir que sí estuvo cerca de la cruz, lo que ocurrió unas horas más tarde, cuando pasó y la miró de reojo -la cabeza con el manto prudentemente cubierta- mientras aparentaba dejar la ciudad; a primera vista como otras gentes que abandonaban Jerusalén esa tarde y que salían por aquella puerta camino del norte. Claro que lo de Tomás había sido fingido, pues lo cierto es que una vez que hubo estimado haberse alejado lo suficiente, se dio la vuelta y entró de nuevo en la ciudad, ahora por la puerta de más allá, la que mira -sin poderse ver- hacia el valle del Jordán.
El caso es que, reciente todo aquello como aún era, los acontecimientos acaecidos en aquellos días seguían agolpados en su cabeza en doloroso desorden. Tomás no era capaz de determinar con precisión el curso de los hechos. Ahora bien, lo que había quedado grabado en su mente con toda claridad era la sensación que le había acompañado todo ese tiempo : angustia, temor, vergüenza. Y culpa. \"Mi culpa, mi culpa, mi gran culpa\", se atormentaba Tomás. Al cabo de cuarenta y dos días del final de aquella historia, Tomás seguía teniendo la molesta certeza de que se había escondido. Pues, a la vista de lo que estaban haciendo con el Maestro, él había optado por pasar inadvertido, confundiéndose entre la multitud, como si fuera uno más y no un amigo del reo. ¡Consecuencia lógica del instinto de vivir!; pero ¿acaso hay en él algo de malo?
Sea como fuere, aquellos días Tomás había estado aterrorizado todo el tiempo ante la posibilidad de acabar como el Maestro. \"En realidad había sido un cobarde\", se decía; \"¡esa era la verdad!\"; y siendo esa la verdad, el atreverse a admitirla suponía una terrible aflicción.
Y el caso es que Tomás podía recordar perfectamente sus palabras en cierta ocasión, aun no muy lejana, en que habiéndoles advertido Jesús de lo que se avecinaba, él, con aquel ímpetu suyo, había tomado la palabra después exhortando al resto : \"¡Vayamos también nosotros y muramos con él!\", había dicho. Con lo que, consecuentemente, Tomás se preguntaba cómo era posible que hubiera sido él ese hombre capaz de decir cosas así, y al mismo tiempo también fuera el otro que andaba ahora por ahí, encogido, mirando de soslayo y presto a detectar cualquier amenaza -imaginaria o cierta, pero amenaza al fin-, de la que protegerse, de la que huir.
A la vista de todo lo expuesto se podría decir que estaba claro que, llegado el momento, la cordura recobrada había vuelto a aquel hombre un ser cauto, timorato; en definitiva, un hombre normal.
\"Volver a ser el de antes\" pensaba Tomás; \" ... ¿acaso eso le libraría de pagar por los años pasados en compañía de aquel ...?, ¡bueno, del Mesías, qué coño!\" Porque sin lugar a dudas, hasta hacía poco Tomás había vivido convencido de que aquel Jesús galileo, Jesús nazareno, era el auténtico Mesías. Y el Mesías le había distinguido a él, de entre muchos, eligiéndolo junto a otros once para tenerlo a su lado.
¡Y qué dicha había sido aquélla! ¡Qué gozo el de los primeros días! \"¡Estás loco!\", le decían en su pueblo; hasta sus padres se lo decían! \"Ya, ¡pero qué divina locura!\", pensaba él; \"¿acaso podía ocurrirle a un judío (si bien galileo) algo más grande en su vida?\"
Pero todo aquello había quedado atrás, y ahora, aturdido casi a todas horas, Tomás no hacía más que preguntarse cómo era posible que todo hubiera terminado. Según él lo veía, su situación ahora era un completo disparate, y ya no era capaz de ver ventaja alguna en el hecho de haber sido uno de aquellos elegidos. Por lo que no hacía más que preguntarse si al final no tendrían razón los que se habían reido de él cuando todo comenzó.
Lo que sí estaba claro es que desde que muriera el Maestro a Tomás le miraban mucho. No de frente, claro, sino a hurtadillas, con ese tipo de miradas que a menudo uno es capaz de sentir, como clavadas en la espalda aunque no las vea.
A veces las miradas iban acompañadas, -o seguidas- de un comentario en voz baja, de murmuraciones; lo mismo que los típicos chismes de vecindario. También se fue dando cuenta Tomás de que, andando los días, cada vez había menos disimulo y más descaro en aquella actitud. Tomás advertía torcidas sonrisas por doquier; los había que, a su paso, intercambiaban burlonas miradas de inteligencia, y de sus conocidos -escasos-, la mayoría no habían vuelto a hablarle. Y por esto, no era raro el caso de alguno que coincidíese en la misma calle que él, y que al advertir su presencia se hiciese el despistado, cambiase de lado, y siguiese su camino como si nada, tanto si Tomás se había dado cuenta como si no.
La conclusión es que la gente, el entorno, quizás por estar dominados por los fariseos, escribas y sacerdotes -romanos aparte, claro está-, estaba apartando de su seno a Tomás, y de esta manera a la vez marcándolo con un estigma. Y por supuesto también a sus compañeros. A lo mejor en muchos casos no era nada personal; pero era más que conveniente estar a bien con los que mandaban, y además mostrarlo de forma inequívoca. Una respuesta muy lógica al fin y al cabo para con los seguidores y los colaboradores de aquel extraño e inquietante agitador galileo; el cual, al final había acabado pasándose de la raya.
Aunque, no obstante ..., había que reconocerlo : aquel individuo bien pudiera ser uno de esos que alumbra la Historia cada cierto tiempo. Los cuales a menudo surgen y se extinguen de forma muy parecida; como lo hace un relámpago, por ejemplo : brevedad y contundencia juntas. En el caso que nos ocupa, todo ello había ido acompañado desde el principio de señales, -inequívocas señales-, que indicaban claramente que aquel hombre era, cuando menos, una criatura excepcional. ¡Y es que a lo mejor ese Jesús galileo sí había sido el Mesías de verdad ...!
Lo cual -pensaron los poderosos-, por fuerza tenía que ser un error; pues un personaje tan ...¿cómo decirlo?, tan ... ´\"difícil\", no podía ser su líder, el que ellos querían. Antes al contrario, lo cierto es que aquel galileo había acabado por convertirse en una amenaza para su ordenado y controlado mundo.
Y en consecuencia, pronto advirtieron que no les iba a servir siquiera como aliado, o como un amigo útil, de esos que llegado el momento pueden ser usados a conveniencia; por contra lo que enseguida vieron en él era no ya meramente un tipo molesto, sino algo más peligroso : un auténtico enemigo.
Allá por donde había pasado, rodeado de sus discípulos y a menudo seguido por multitudes, aquel Jesús había levantado polvaredas de polémica. Suscitaba amor y suscitaba odios, pero a casi nadie dejaba indiferente (cosa por cierto muy común en este tipo de gente). No era ya sólo lo que decía y cómo lo decía; pues aparte de sus palabras, estaban también sus hechos. En relación a esto último nadie pudo negar -o al menos explicarse- sus milagros, de los que muchos fueron testigos. La verdad es que ningún profeta hasta entonces, ni siquiera Elías, había llevado a cabo maravillas semejantes.
\"Y sin embargo -rumiaba Tomás-, desde que finalmente muriera aquel protector que se hacía llamar \"el Hijo del hombre\", daba la impresión de que no iba a quedar nada de aquella aventura única y extraordinaria\". Pues lo cierto es que ahora, sus seguidores, sus acompañantes más próximos, pasaban los días ocultándose, acobardados, esperando lo peor. Los más íntimos, precisamente en aquella casa de la familia de Marcos, una casa apartada y de aspecto discreto en el flanco oeste de la ciudad. Allí donde Tomás se dirigía esa tarde con paso apresurado.
Dada la vergüenza que sentía por su pasado comportamiento, al principio Tomás apenas se pasaba por allí. No obstante, una prolongada ausencia hacía que enseguida la soledad, el desamparo, (¡y el aburrimiento!) le pesaran demasiado.
Por otra parte, amén del temor a las represalias, había una aflicción más profunda en el alma de Tomás. Era ese no saber qué es lo que le aguardaba en adelante, el haber comprendido que el sentido de su propia vida era ahora una incógnita absoluta.
Dadas todas estas circunstancias, lo que acababa emergiendo con claridad, y terminaba por adueñarse de la mente de Tomás, era el miedo insuperable a quedarse a solas con su propio destino (el que fuera). Esta situación le producía una desazón permanente que no le dejaba vivir; con lo cual, volver de vez en cuando al seno del grupo se imponía como la única manera de aliviar su angustia, y así poder soportar aquel calvario.
Al mismo tiempo, Tomás seguía convencido de que tenía que haber habido una razón, una razón poderosa para que el Maestro le hubiera escogido. Pues todo aquello obedecía sin duda a una intención, a un plan, que ninguno de cuantos le rodearon había sabido comprender. El plan desde luego descansaba sobre los hombros del Maestro; estaba en su cabeza. Él había tratado de hacerles comprender ese plan; pero ninguno lo había sabido captar con suficiente claridad.
Y ahora el Maestro había desaparecido para siempre. \"Sí, estaba lo de Pedro y tal ..., -se decía Tomás-, pero Simón, al que el Maestro había cambiado su nombre por el de Pedro, era un bruto, no menos bruto que él mismo; ¡ah, y no menos cobarde también!\"
\"Así que ... ¡menuda luminaria les habría guiado si aquello hubiera ido para delante! ¿Sería posible que en eso se hubiera equivocado el Maestro, Él, que nunca fallaba?\" En llegado a este punto Tomás acaba sacudiendo la cabeza, como para apartar aquellas sombras de su mente y pensar en otra cosa. O incluso, si fuera posible, no pensar en nada.
En consecuencia, el verse tan vulnerable había hecho que Tomás no dejara de acudir a aquella casa de una forma definitiva. Y también era cierto que el resto del grupo seguía contando con él, desde luego. Tomás sabía que su conducta taciturna, su vagar sin rumbo y sus prolongadas ausencias les tenía preocupados. En definitiva, él sabía que les importaba. Por tanto, \"¿cómo habrían encajado entonces el hecho, si llegado el caso él hubiera desaparecido un buen día; para siempre?\" \"Los habría hecho sufrir mucho, sin duda alguna, y eso no habría estado bien\", concluía.
Aquella situación había hecho que Tomás, a su manera, muy pronto hubiera adoptado un papel similar al del hijo pródigo de la parábola; lo que en el fondo -tenía que reconocerlo- no le disgustaba. Pues aquello le otorgaba un cierto protagonismo ante los demás que no hubiera tenido de otra manera. Quizá todo esto olía a capricho, pero Tomás sabía también que ellos se lo perdonaban. Y él por su parte, lo cierto es que también sentía un profundo afecto por el grupo; pensaba en fin que, \"al menos eso si lo había dejado el Maestro bien grabado en su corazón\".
Todo lo cual había llevado enseguida a Tomás a la sospecha de que aquel \"brujo galileo\", como a veces llamaba al Maestro, -cariñosamente, y por descontado en su más absoluta intimidad- mal que bien los había unido a todos ellos para siempre.
Así pues, sumido en este bullir de su cabeza, bajaba Tomás el camino adelante aquella tarde, que se estaba acabando.
Cuando al cabo de un rato de andar tuvo a la vista el bosquecillo de moreras que marca la mitad aproximada del camino, Tomás se giró y miró a su espalda una última vez. No había ni un alma. El viento era el dueño de la tarde. El viento, que ululaba levantando nubes de polvo de color mandarina, y en las que chispeaban granos de cuarzo, cuyos destellos parecían afanarse en sofocar el humo triste de la Gehenna.
A su izquierda entretanto, al fondo el sol tocaba ya el horizonte, y por su aura luminosa, aquella tarde a Tomás se le antojó que espiraba tinta en sangre.
Pasados unos minutos el sol se escondía ya del todo, con los restos de su resplandor detrás, como cubriéndole la retirada.
A la izquierda del camino por el que iba Tomás discurre un regato que a menudo baja seco. Al otro lado del exiguo lecho, al poco de pasar las moreras, hay unos huertecillos, y finalmente, algo más abajo, un viejo tamarindo. Allí es donde el camino tuerce por última vez antes de que la casa de los Marcos quede a la vista.
Conforme se aproximaba a aquel punto, Tomás se dio cuenta de que allí delante había un niño. Le pareció ver que estaba jugando. Y ciertamente, de observar con atención, podría apreciarse ya desde esa distancia cómo el chico, con una mano se agarraba al tronco del árbol -contra cuya base en el suelo iba apoyando los pies-, al tiempo que, colgando el resto del cuerpo, trataba de dar la vuelta bajo la copa sin soltarse.
Se veía que el chiquillo estaba totalmente absorto en su juego y, en la distancia, parecía canturrear algo con que se acompañaba en el empeño.
Cuando al cabo de unos minutos llegó a su altura, Tomás se detuvo. Vio en la cara del niño su expresión de sorpresa al notar su presencia, aunque no parecía asustado. Entonces Tomás se acercó un poco más y se agachó delante de él. Sonriendo, le preguntó :
- ¡Eh!, ¿qué haces aquí, tan sólo? ...; y mirando a un lado y a otro : ...- ¿y tu padre, dónde está?
El chico no contestó. Tan sólo frunció el ceño; parecía claro que le disgustaba la presencia de aquel extraño. Entonces Tomás hurgó bajo el manto en su túnica y encontró dos higos secos. Los sacó y, colocándolos en la palma de la mano, se los ofreció, El niño entonces giró la cabeza hacia los huertos -donde seguramente andaba su padre, trajinando-, luego miró los higos y a Tomás y, finalmente, le espetó : -¡Tú eras uno de ellos!; y le escupió en la cara. Tras lo cual salió corriendo y se perdió en las sombras.
Tomado por sorpresa, paralizado por el estupor, Tomás tardó unos instantes en reaccionar. Ni siquiera fue capaz de articular un pensamiento coherente; hasta que, al cabo, le vinieron a la mente aquellas palabras del Maestro, una vez que entraban en un pueblo : \"¡Dejad que los niños se acerquen a mí\"!, había dicho. Y ahora Tomás, entre dientes, se oía a sí mismo repetir : - Dejad que los niños se acerquen ..., ¡ a mí, hombre, a mííí!, al tiempo que, con gesto vehemente se señalaba con el pulgar en el pecho.
Al cabo Tomás sintió que se le humedecían los ojos; hasta que, finalmente, se echó a llorar. Y así estuvo un rato, rodilla en tierra e inmóvil, sollozando. Luego, poco a poco fue recobrando la calma, hasta que finalmente quedó tranquilo. Una vez sereno concluyó que aquel estúpido incidente había sido la gota que colmaba el vaso de su desesperación, de su desesperanza. Tras lo cual echó a andar de nuevo por el camino que llevaba a la casa, que ya no quedaba lejos.
2ª PARTE
Aquella casa se alzaba a cierta altura sobre el camino. Para llegar hasta ella había que subir unos escalones labrados en la roca, lo mismo que parte de la propia casa, que había sido excavada también al pie de aquel talud rocoso. Por cierto que si uno miraba hacia lo alto, más o menos todo derecho, se encontraba arriba del todo con la masa gris del palacio de Herodes y sus tres torres formidables, que dominaban la ciudad.
Al llegar, Tomás se había detenido unos instantes frente a la casa, abajo en el camino. Por aquellos días aquél era un paraje poco transitado y normalmente reinaba en él una calma absoluta, ya que incluso quedaba a resguardo del viento. No obstante lo cual, Tomás estuvo un rato allí plantado, aguzando el oido. Pero no oyó nada, nada excepto el canto gentil de un mirlo en alguna parte. Lo que es de la casa, no salía el menor ruido, y la primera impresión que daba era la de estar vacía o deshabitada.
Finalmente Tomás se decidió y subió los peldaños -que lo dejan a uno propiamente al pie de la casa-. Ya frente a la puerta Tomás respiró hondo y a continuación llamó. Con el puño, golpeó con fuerza la hoja de madera, conforme a una clave que sólo los miembros del grupo conocían. Pasados unos minutos la puerta se abrió y una mujer le franqueó la entrada. Los dos se saludaron brevemente y a continuación cerraron la puerta tras de sí, no sin antes echar una ojeada prudente alrededor.
Una vez cerrada la puerta, la oscuridad allí dentro era casi total, y, para moverse en aquel espacio lo habitual era llevar consigo una lámpara. La mujer que había abierto a Tomás llevaba una encendida, y con ella en la mano hizo señal a Tomás para que le siguiera. Y así, los dos iniciaron el camino hacia el interior.
Dada la función que cumplía la casa en aquellos días, lo cierto es que sólo se empleaba el piso más bajo, esto es, el que en todo o en parte era un subterráneo. Un subterráneo abierto en la propia roca desde tiempo inmemorial, y que al parecer había sido una majada; cuando Jerusalén no tenía ese nombre, ni era judía y ni ciudad siquiera.
Para llegar a él, había que bajar una escalera, con sus peldaños también labrados en piedra, y que descendían ahora los dos, atravesando aquella entraña mineral.
Cada vez que venía a esa casa, Tomás de algún modo se sentía como Jonás, aquel profeta que en otro tiempo fuera tragado por una ballena. Jonás había sido tragado por un pez gigantesco en el mar, tras hacerse echar por la borda por los marineros del barco en que viajaba. Resultaba que Jonás, remiso a los requerimientos de Yavhé, no hacía sino huir en aquel barco. Como quiera que se desatara un terrible tormenta y que no obedecía a otra causa que el enfado de Yavhé con el profeta, Jonás pensó que al menos para que se salvara el barco y su tripulación inocente no podía hacer otra cosa sino sacrificar su vida, acallando así la ira de Yavhé. Una vez arrojado al mar Jonás, la tempestad fue calmándose efectivamente y el barco siguió su rumbo en tanto que Jonás quedó a merced del mar, aguardando una muerte segura. Fue entonces cuando un enorme pez llegado de las profundidades lo engulló. Esto también hubiera supuesto una muerte segura; pero Yavhé permitió que, tras pasar tres días en la tripa del animal, Jonás saliera vivo. Lo cual no fue desde luego una concesión gratuita del Altísimo; pues Jonás quedó libre sólo tras acabar accediendo a cumplir la misión que Yavhé le había encomendado desde el principio, y que el profeta no había hecho más que eludir todo el tiempo.
\"Es ... como un morir y nacer hombre nuevo\" - se le ocurrió a Tomás mientras bajaba -. \"¿Podía estar Yavhé también detrás de aquella casual similitud? Y en ese caso ; ¿podía ser su humilde persona alguien tan importante para Yahvé?\" Y recordaba que el propio Maestro había citado más de una vez aquella historia, cuando empezó a hacer referencia a lo que a él mismo le aguardaba y que pronto iba a ocurrir. \"Tres días en el vientre del pez, hummm\". Y también había dicho, cuando ya las cosas empezaron a ponerse feas aquello de : \"Derribad este templo y yo en tres días lo levantaré\". Y recordaba Tomás con total claridad cómo se habían quedado todos alrededor : pasmados, sin saber qué decir; como si para sus adentros pensaran, los unos : \"pero éste, ¿quién es?\"; y los otros : \"¿pero a éste, de dónde le viene tanta chulería?\".
Hasta que finalmente llegó cuando, tras ser crucificado, enlazó muerto tres días seguidos y resucitó, aunque esto a Tomás no le cabía en la cabeza porque, entre otras cosas no había vuleto a ver al Maestro por ninguna parte.¿Cómo iba a verlo, si estaba muerto y encima habían robado su cadáver?
Pero volviendo a la historia de Jonás, lo cierto es que aquellos hechos mostraban una semejanza entre sí demasiado evidente como para ignorarla y no suponerle un significado profundo, digno de atención. Significado cuya explicación se le escapaba a Tomás, por supuesto, y que al cabo se había convertido en una causa más de sus insomnios. Era un enigma que él era incapaz de resolver, y que según expresión muy suya \"le estaba volviendo tarumba\".
Sumido en estas meditaciones bajaba Tomás, si bien no se olvidaba de moverse con cuidado. Para lograr más estabilidad apoyaba la mano en la pared; en la cual anidaba un frío húmedo que no sólo entumecía la palma de la mano, sino que sentía Tomás ascender brazo arriba hasta el propio corazón. Aceptando esta inconvenciencia como un mal menor, Tomás tan sólo buscaba asentar firmemente cada paso; \"no fuera a caerse -pensaba- y romperse la crisma\". Pues, amén de lo resbaladizo de aquellos gastados escalones, la lámpara con que la mujer abría camino apenas alumbraba lo suficiente en tan compacta oscuridad.
\"En vida del Maestro, si por ejemplo me cayera en este momento y me partiera algo, -seguía pensando Tomás-, eso no habría supuesto ningún problema : el Maestro habría curado la fractura con tan sólo ordenárselo a mis huesos\". \"Hmm ...¡ así era Él!\" ...\"¿Pues no mandó en cierta ocasión callar al viento ..., y éste, efectivamente, de inmediato se calló? Bueno, de inmediato ..., quizás no fuera al instante, quizás el viento fue amainando deprisa, hasta que se paró del todo ...; o quizá pasó una hora o más desde que el Maestro diera la orden ...; pero es que muchas veces una hora pasa tan rápido que a uno le parece un instante, y en cambio hay instantes que parecen eternos ... Y con Él las cosas eran justo así, entretenidas todo el tiempo, ¡pura magia! ... ¡Pff ..., pa´que lo matarían ...!\"
En aquella escalera que bajaban los dos esa tarde, lo primero iba un tramo de diez o doce escalones seguidos, hasta que se llegaba a un breve descansillo. Justo aquí, a media altura en la pared se abría un hueco, como una hornacina, donde solía arder una lámpara, cuya luz era una referencia que guíaba el descenso. Se decía que antaño allí había un pequeño altar dedicado a alguna deidad antiquísima, es decir algún ídolo al que los antiguos pastores de los alrededores encomendaban sus ganados. Muchos siglos más tarde el hueco seguía sirviendo, aunque era necesario purificarlo continuamente con un rito regular para que la idolatría no encontrara la menor posibilidad de prender ahí de nuevo.
En el descansillo, la escalera giraba a la izquierda, y seguía descendiendo unos cuantos escalones más, hasta desembocar en una estancia amplia, con aspecto de caverna, y que era el núcleo subterráneo de la casa : ¡el vientre de la ballena de Tomás! Los dos habían dejado atrás el descansillo y descendían ahora los últimos peldaños. Desde allí Tomás ya podía ver fácilmente las personas que había abajo; esa tarde unos diez o doce, según le pareció. Ahí estaban, en torno a la mesa alargada en el centro de la sala; un puñado de discípulos y seguidores de Jesús, de entre los cuales algunas mujeres. Los conocía a todos.
Una vez lo bastante cerca de sus compañeros, Tomás ya pudo distinguir con claridad sus rostros, animados y sonrientes. Ciertamente, se palpaba en el ambiente un aire de concordia y una dulzura que resaltaban vivamente dentro de aquel sórdido socavón.
A la vista de lo que tenía delante, Tomás se dio cuenta al instante del abismo que había entre lo que estaba viendo y su propio ánimo. Cosa que no podía resultar extraña, pues en su visita anterior le habían contado que el Maestro se había presentado allí unos días antes, -un día en que él tampoco estaba-; lo cual, por fuerza tenía que ser la causa de aquel estado de eufórica alegría.
Cuando se lo dijeron -recordaba Tomás-, él había sentido una punzada de emoción -y quizás de envidia también-, pero lo había ocultado, prefiriendo adoptar un aire de escepticismo e incredulidad como respuesta. Y como aun así, o justo por eso, los otros insitieran aún con más ardor, Tomás había concluido de la forma más rotunda posible. \"Él no creía nada que no pudiera ver con sus ojos\", les había dicho entonces. Sus palabras habían sido tajantes : \"Incluso si él hubiera estado presente ese día, sólo habría creido si hubiera visto en las manos del aparecido los agujeros de los clavos, si hubiera podido meter sus dedos en ellos, y si hubiera podido meter su mano en la herida del costado\", había añadido; por si quedara alguna duda.
Y por más que aquella respuesta suya entristeciera a sus hermanos (y también en realidad a su propio corazón), Tomás se mantuvo en sus trece, y así quedó zanjado el asunto.
Luego, esa misma noche, arrumbado en su rincón, había dejado correr las lágrimas en silencio. Lo cierto es que durante largo rato Tomás sostuvo un gran combate en su interior; hasta que finalmente, vencido por la fatiga, se durmió. Cuando a la mañana siguiente dejaba la casa como otras veces, había decidido que nunca más volvería por allí.
Y sin embargo sólo habían pasado unos pocos días y ya estaba de vuelta. Situación que a lo mejor era la causa de la sonrisa que se dibujaba en su cara; quizá una sonrisa de autoindulgencia, producida al pensar en la comicidad resultante de aquella solemne decisión suya, que había tardado sino unos pocos días en traicionar. Aunque si alguno hubiera estado en esos momentos lo suficientemente cerca de él, se habría dado cuenta de que Tomás no sonreía, no; sino que simplemente se estaba diciendo entre dientes : \" Eres un flojeras, Tomás, ¡un flojeras!\"-, mientras iba al encuentro de los presentes.
Cuando le vieron llegar, éstos se habían apresurado a mostrar su alegría de verlo de nuevo. A Tomás le dio la impresión de que no le guardaban rencor por su berrinche de la vez anterior. Él por su parte, lo cierto es que también se alegraba de encontrarse allí de nuevo ...; -¡pues la caminata le había abierto el apetito y tenía un hambre horrible!-. Así que, en esos momentos, se sentía avergonzado, algo vil incluso, pues les estaba ocultando a sus amigos que no sólo era amor, camaradería o nostalgia lo que le había empujado a volver. \"Ya que sí, es verdad que el Maestro les había dejado claro que no sólo de pan vive el hombre; lo cual sonaba bien, era una idea bonita, ¡hasta lo podía entender!; pero sin nada de pan, lo que se dice sin nada, él -pensaba- ...¡es que no había manera! Ya se podía poner a orar, a meditar en los descampados, a repasar tal y cual parábola ...; ya podía ..., ¡que no había manera! Pues a pesar de lo que el Maestro les había dicho y repetido en tantas ocasiones, lo cierto es que lo que la Providencia ponía a su alcance no bastaba en absoluto para calmar su estómago, en aquellos días a menudo tan vacío\".
Y mientras iban y venían por su mente aquellos pensamientos e intercambiaba saludos e impresiones, la vista de Tomás reparó en un par de hogazas de pan que había al fondo de la mesa. Y complacido, sonrió para sí. Los demás notaron su mirada, que se iluminaba, y a su vez se llenaron de gozo con él.
Y es que había dado la casualidad de que cuando él llegaba, los allí reunidos estaban disponiendo las cosas para cenar. De modo que sobre la mesa, aparte de las hogazas que Tomás acababa de ver, fueron apareciendo bandejas y cuencos con aceitunas, cebollas, queso, pescado en salazón ... También sacaron vino.
Entonces le pidieron que esta vez se quedara; \"porque se iba a quedar, ¿no?\", le preguntaron casi rogando. Tomás, apenas esbozado un mohín de duda fingida, de inmediato asintió varias veces con la cabeza. Y de nuevo, con él, todos se regocijaron. Instantes después estaban todos sentados a la mesa.
Hacía ya un rato que la cena había comenzado y a Tomás seguían asediándole con preguntas. Las habituales por otra parte; pues, dadas sus idas y venidas, él era quien más al tanto estaba de lo que pasaba en la ciudad. Entretanto, al llegar, se había percatado de que esa tarde no estaba Simón Pedro. Y ahora preguntó por él.
- Está fuera -le dijeron-. Sí -prosiguió Santiago Menor-, ha ido con su hermano a Cafarnaúm. Por su madre, que debe estar muriéndose. Ya sabes lo que son estas cosas; tendrán que estar unos días fuera, muera la madre o no. Hay asuntos que llevan abandonados mucho tiempo.
- Cierto, cierto, respondió Tomás al tiempo que, de la manera más inoportuna, acudía a su mente el recuerdo de los tres de Betania : Marta, María y su hermano Lázaro.
- ¿Y Lázaro, cómo le va? -se arriesgó-.
- Murió; no hace mucho.
- Aaaah, ya, acertó Tomás a decir por toda respuesta, en tanto que su mente completaba una conclusión que guardó para sí por peligrosa. Entonces, justamente en el instante que sellaba su boca, Tomás sintió una especie de pinchazo, y a continuación una pavorosa sensación; como de una colada de brasas y vidrio molido deslizándose por sus tripas, arriba y abajo, y sin encontrar salida.
-¿Tomás?, -era evidente que el semblante de Tomás le estaba traicionando-.
-¡¿Tomás?!, repitieron, -ahora con un cierto tono de alarma-.
- ¿Qué?
- ¿Te pasa algo?
- ¿¡Qué!?, ¿a mí?; no nada, flato, sólo es fla...to, que me da, a veces.
- Es que estás comiendo muy deprisa Tomás, ¡como eres tan arrebatao!
Y es cierto, no debía Tomás comerse su furia tan deprisa, esa furia que le sobrevenía cuando se encontraba ante un absurdo, un sinsentido, un callejón sin salida; y no obstante lo cual encima tenía que decir \"Amén\". Y el pecado de la ira -en realidad cualquier pecado- era una cosa a vigilar, pues Yavhé gustaba de cargar la mano con cualquier excusa.
El caso es que una vez consumidos los prolegómenos iniciales, las conversaciones fueron tomando los derroteros comunes; los cuales, al cabo, tanto favorecen la digestión por el sosiego que procuran. Y asi, conforme la intensidad emocional del principio se disipaba, la cena fue sumiéndose - como resbalando - en una suerte de calma beatífica. Hasta alcanzar el momento en que el grupo, la estancia toda, quedaron sumidos en un silencio satisfecho, ese en el que el consabido eructo final es guinda y corona. Y que es cuando la panza, ya llena, pone alas al espíritu y a uno se le agrandan -o le entran- las ganas de ser bueno. Pues en la felicidad es más fácil ser bueno. Y por otro lado, ¡ qué cierto es que la felicidad más grande es la que anida en las cosas sencillas !
Y compartir una simple cena es uno de esos actos sencillos. Claro está que ese acto tan común de comer algo haciéndose compañía, se había convertido para aquel grupo de hombres y mujeres no sólo en una fuente de gozo natural, sino además en una celebración llena de trascendencia, como una ceremonia. Algo en definitiva, que nunca antes, en la simplicidad de sus vidas, hubieran pensado que pudiera llegar a ser objeto de tanta importancia. Y todo a raíz de aquella otra cena, la de la pasada Pascua, tan reciente en el recuerdo, y en la que el Maestro les había dejado, entre otras perlas, aquellas palabras finales : - ... y cuantas veces hagáis esto, hacedlo en conmemoración mía -, citaba Bernabé arrobado, desde su rincón. Lo que Santiago remató con algo de su propia cosecha : - ... y no es absolutamente necesario que Él esté presente en cuerpo y alma ... -aquí calló un momento para comprobar el efecto de sus palabras en torno suyo ..., tras lo que prosiguió para terminar- : ... al fin y al cabo, si uno cree que Él está entre nosotros, entonces lo está.
Tomás, en esos instantes tenía la boca llena de pan, del que no había dejado de pellizcar en toda la noche. En un momento dado le pareció que todos le estaban mirando, como si aguardaran a que él también dijera algo. Así que, de forma un poco precipitada, farfulló un \"¡ajá!\" mientras masticaba -am, am, am -; y una vez más, \"¡ajá!\", para mostrar su acuerdo con lo que acababa de oir. Entretanto trataba de tragar de una vez. Cuando lo logró, más aliviado, volvió a asentir un par de veces con la cabeza, como para dejar bien claro lo que había dicho.
Y a continuación se quedó quieto. Acodado sobre la mesa, se puso a mirar al techo, al tiempo que, ensimismado, empezó a escarbarse una de sus caries con la lengua. Le quedó de tal manera la postura, que de repente parecía sumido en una suerte de trance, lo que a sus hermanos no les pasó inadvertido. Y entonces se hizo un silencio tan profundo a su alrededor que, de prestar atención, hasta hubiera podido oirse el rumor del tiempo, deslizándose hacia delante.
Sería un poco tarde cuando la cena estaba concluida. Entonces, una de las mujeres se levantó, con la intención de ir y asegurar los postigos. La noche ya era cerrada y además fría, y era menester defenderse de ambas cosas de la mejor manera. Y naturalmente, con más celo aún, de cualquier intruso que pudiera querer entrar. Un hábito pues de lo más elemental.
Tomás se fijó en la mujer conforme se alejaba. La recordaba, si bien no su nombre. Una vez la mujer fuera de la estancia, Tomás se inclinó ligeramente hacia delante y bajando la voz preguntó a los de enfrente :
- Esa, ¿no fue una de las primeras en llegar a la tumba del de Arimatea, donde se sepultó el cuerpo?
- En efecto, Dora, sí. Iba con las otras mujeres el domingo, cuando se dirigían al sepulcro para acabar de ungir el cadáver -le contestaron. Y alguien añadió :
- Yo tampoco estuve allí, pero ella fue una de las que vio al ángel que las hizo volver. Y también a Pedro y al otro discípulo que iba con él, y que llegaron un rato después. Contaban que el ángel les había dicho que \"no buscaran entre los muertos al que estaba vivo\".
-Sí, ya sé, ya sé; no hemos parado de hablar de eso desde aquel día - dijo Tomás.
- ¿Y?
- Bueno, pues que ..., que en la ciudad todo el mundo sigue diciendo que nosotros robamos el cadáver, y que luego hemos ido contando por ahí que el Maestro lo que hizo fue resucitar. - Y ahora, bajando la voz, con aire confidencial- : ¡ Se dicen cosas tremendas de nosotros en la ciudad!; ¡acabaremos todos ante Pilatos, acusados de profanación de tumbas! ... ¡Por lo menos! ... ¡Ya lo veréis!
- ¿Y acaso hemos hecho nosotros tal cosa, Tomás?, le replicaron a coro.
- ¡No, claro que no!; pero eso no importa nada ahí fuera - y señalaba hacia atrás con el pulgar, por encima de su hombro-. Y prosiguió : - Lo que yo no puedo explicarme ni a mí mismo, eso de lo que no logro convencerme, ellos aún se lo explican menos. En realidad es un imposible, ¿no?; así que ¿¡qué van a decir!?
Total, que me han confirmado que los del Sanedrín pagaron a los de la guardia para que dijeran eso por ahí; aunque lo cierto es que no se habían enterado de nada. A esos desgraciados les esperaba una buena por haberse dormido; y además porque ... también pudiera ser que se hubiesen dejado sobornar por nosotros; dicen. ¿Comprendéis?, no es una tontería el asunto, aquí nadie quiere quedar en evidencia y ... ... ...
...¡ y tú, Felipe, no me mires con esa cara, que yo no me estoy inventando nada!; ¡os digo lo que hay! - Y girándose un poco más para encarar mejor a aquél, Tomás prosiguió- : - Porque tú dime, Felipe, ¿tú qué piensas?, ¡con sinceridad!, ¡vamos!; ¿no te parece que es más fácil que la gente crea que nos llevamos el cadáver, para hacer ver que el Maestro había resucitado, que tener que aceptar que es eso justamente lo que pasó, lo que Él hizo?
- ¡ Y tanto que lo hizo !; como sabes hace unos días estuvo aquí, aquí mismo, igual que tú estás ahora -, le contestó Felipe con ardor, a la defensiva.
Tomás se había propuesto no volver a alterarse, al menos esa noche; así que se contuvo para no responder lo que cualquiera hubiera dicho. Pero la tentación era demasiado fuerte y finalmente dijo, eso sí, afectando una suavidad un tanto exagerada y que en realidad presagiaba lo peor :
- Mi querido Felipe, entonces, ¿por qué no va y se presenta, no aquí, sino arriba en la ciudad, en la escalinata del Templo, por ejemplo? Eso sería tremendamente convincente; ¡acabaría con todos los rumores de un golpe! ¡Imagínatelo -prosiguió-, allá en la escalinata -y extendió el brazo, tratando a la vez como de enmarcar aquella imagen con la mano, para que el otro la pudiese ver con más facilidad- ... - O no, mira, ¡mejor en el tejado, resplandeciendo más que el oro de la cubierta! ¡No me digas que eso no seríaaa ...! Y no se atrevió a terminar. Porque Tomás se había dado cuenta de que estaba yendo demasiado lejos. Había notado al instante cómo los demás, a su alrededor, empezaban a agitarse y a hacer aspavientos de disgusto. \"¿Estaba alzando otra vez la voz -y pese a su intención de contenerse no se había dado cuenta; o era que lo que estaba diciendo era razonable, lo único verdaderamente razonable y sensato que se podía decir; aunque resultara al parecer inadmisible?\" Y mientras pensaba esto, Tomás veía que el guirigay no hacía sino que aumentar. No obstante lo cual, y para redondear la lógica de su argumentación, hizo un gesto para pedir silencio y continuó con lo que estaba diciendo :
- Así no habría lugar a dudas. Y de paso, para rematar, podría hacer que el Templo recuperara su aspecto de antes del terremoto. El día que murió la verdad es que el edificio quedó muy dañado; ¡cualquier día se viene abajo y aplasta a unos cuantos! ¡Eso si no lo tiran los romanos de una vez!
- ¡¡Blasfemia, blasfemia!!, ¡el Templo nooo!, - se oyó casi como un aullido; y el alboroto cobró aún más altura.
Entonces Mateo, que todavía no había hablado, se puso en pie e hizo un gesto con la mano para pedir calma. Entonces mirando a Tomás a los ojos le preguntó :
- Oye, Tomás, tú, después de todo esto que nos estás diciendo, ¿con quién estás?
- ¿Yo?, ¿que con quién ...? -titubeó Tomás un instante, al no esperarse tal pregunta-, ¿que con quien ...?, ¡pues con el Maestro, con Jesús el galileo! ¡¿con quién iba a estar?!
Hubo entonces unos instantes de silencio. Y a continuación Tomás añadió :
- Efectivamente, estoy con el Maestro; pero es que al final ya no sé siquiera dónde estoy, porque no sé, digo, no sé DÓNDE está Él! Y yo lo que quiero es verlo, tocarlo. No puedo vivir en esta incertidumbre, ¡acabaré volviéndome loco!
Ahora Tomás se había puesto en pie. Necesitaba respirar, sentía que se ahogaba. Se llevó las manos a la cabeza, como si temiera que se le fuera a agrietar, lo mismo que una sandía madura. Cuando soltó las manos continuó :
- Esto es demasiado para mí, lo admito. Quizás yo no sé estar parado, quieto, esperando como vosotros. - Hizo una leve pausa, como si dejara el final suspendido en el aire - ...
-¡Joder, es que en realidad nos lo está poniendo muy difícil! -, concluyó; y meneaba la cabeza (aparentemente sin temor ya a que se le agrietase o no).
- Te falta fé, Tomás -dijo alguno desde el fondo.
- ¿Fé?. ¿has dicho que me falta fé? - Y paseó la mirada por aquellos rostros enfurruñados, para finalmente llevarla al techo y fijarla en él, como si se hubiera puesto a buscar a la fé allí arriba. O quizás como si le estuviera buscando a Él, a Jesús, deseando verle surgir en cualquier instante, suspendido por encima de sus cabezas.
- Escuchad, -dijo Tomás finalmente, cuando dejó de buscar en el techo- : yo estaba dispuesto a dar la vida; con Él y por Él. Al menos en algún momento ... ¿Acaso no os acordáis? Pero mirad; pese a todos mis esfuerzos, a mis esperanzas, lo cierto es que tengo que empezar a ver las cosas desde el punto de vista de los de ahí fuera, - y señaló, como antes, otra vez por encima del hombro-, de la gente común ...- Y prosiguió- :
-..., ¿no lo veis?, ¿acaso no lo veis?; aquel rabino salido de Nazaret, un chico de una tierra de pastores, de ignorantes, el hijo del carpintero José ...; lo cierto es que nos cautivó a todos con su labia.
- Chsss, Tomááás, que te estás pasando!, sonó desde el fondo otra vez.
- ¡Déjame acabar, te lo ruego! -cortó Tomás con un gesto, sin mirar-. Y repitió :
-Sí, he dicho su labia; ¿acaso no?. Pues bien, nos cautivó; a nosotros y a otros muchos que andan por ahí. También hubo a quienes dejó en ridículo, y que en su mayoría ya no se lo iban a perdonar. - Tomás respiró profundamente, se pasó el dorso de la mano por la frente y prosiguió :
-... Y aun así fueron muchos más los que le admiraron, ¡muchos!; sólo que nosotros -y ahora hizo un gesto con el brazo, abarcando a los allí presentes-, nosotros, repito, quedamos totalmente a su merced. Él nos dijo; a mi, a tí, Mateo, a tí, Felipe, a tí, Bartolomé ... a Pedro y su hermano : \"Ven, deja lo que estás haciendo y sígueme\". ¿No fue así? Y todos asintieron en silencio, incluso la mujer que había vuelto de asegurar los postigos y que se había quedado de pie, escuchándole.
- ... Ninguno de nosotros se entretuvo en llevarse nada consigo; ni en despedirse siquiera. ¿Qué sería del dinero encima de tu mesa, el día que te llamó, eh, Mateo?; a alguno de los que hacían cola para pagar le vendría de maravilla, se apresuró a contestar el propio Tomás. - Y continuó :
- ... Uno sentía que no era dueño de su voluntad. ¡Eso es!; que no era el dueño ... Y sin decir ni \"mu\" nos fuimos detrás, sin hacer preguntas.
Ahora Tomás hizo una pausa más larga para tomar resuello. Y de paso alargó la mano hasta unas aceitunas que quedaban en la mesa.
- Oh si, -mtch ... mtch-, fue hermoso, ¡lo admito!, ... Probablemente al pueblo de Israel le había llegado la hora de su esperado Mesías -mtch-. ¡Y nosotros estábamos con Él, éramos, éramos ... - buscó la palabra - ¡sus lugartenientes! - Y continuó, ya lanzado :
- Por fin nuestro pueblo podría desquitarse y sacudirse a sus dominadores de una vez por todas, y para siempre. Intuíamos que Él era el líder esperado, profetizado. No era un príncipe al uso, ciertamente; tampoco un reyezuelo, un títere idumeo, como ese podrido de Herodes; sino todo un Macabeo. Ahora bien, ¡un Macabeo que valía por los cinco hermanos juntos! - Y aquí Tomás hizo otra pausa y se metió la última aceituna a la boca. Tras lo que continuó :
- ... Ahí nos llegaba uno que, -mtch-, uno que, -mm- no sólo liberaría al pueblo de Israel de sus opresores extranjeros; también había arrinconado, les había metido el miedo en el cuerpo, a esos otros opresores, ¡los nuestros propios!, esa caterva de sacerdotes hipócritas, escribas y fariseos. Que, que ... se creen los preferidos de Yavhé y gozan restregándoselo al pueblo en la cara.
Tomás jugueteaba ahora con el hueso de la última aceituna en la boca. De improviso, volviéndose a una de las dos mujeres -la más joven-, le preguntó :
- Oye, María, estas aceitunas, siguen siendo las de vuestro huerto de Magdala, ¿verdad?
- Sí, así es, hemos ...
- Ajá, pues cuando me vaya me gustaría llevarme un saquete; sabes, mañana cuando ...
- Pues ya no nos quedan, éstas eran las últimas ...
-¡¿Las últimas?!; pero si cogiáis una cosecha estupenda todos los años!
- Ya, pero es que ahora se la vendemos a los romanos, la guarnición de Joppe nos las ...
¡¡ Frop !!
..., el hueso salió disparado de la boca de Tomás hacia alguna parte; y rebotó varias veces hasta que se quedó quieto, en la oscuridad.
- ¡Ya estamos, los romanos, los romanos ...!; ¡¿pero vosotros también, María?!
- Jesús no prohibía comerciar con los romanos, se defendió la mujer, - ¿O no recuerdas aquella vez, cuando dijo aquello de que \"diéramos al Cesar lo que era del César, y que ...?
- ¡Coño, diplomacia, puro sentido práctico! ¡Si no era nada tonto el tío ...!; ¡Sólo faltó que además hubiera empuñado la espada! (y Tomás empezó a agitar el puño en el aire como si él mismo blandiese una en ese momento).
-... Pero no, Jesús fue más allá de lo esperado -prosiguió, ya sin espada-. O mejor dicho, de lo que cabía imaginar. Porque, bueno, las cosas al principio no iban mal del todo, no; aquello prometía ... -Y Tomás entrecerró los párpados al tiempo que bajaba la voz, como si se hubiera puesto a pensar en voz alta, olvidándose de que no estaba sólo. Parecía estar sopesando en el recuerdo las posibilidades de aquellos inicios prometedores.
- ...¡ Hasta que se atrevió a decir de sí mismo que era hijo de Dios! -soltó entonces, ya recuperado el tono, los ojos bien abiertos-. - Eso acabó por ponerlo todo patas arriba. ¡Vamos, es que aquello era una provocación en toda regla!, ¡ y por descontado una blasfemia!
- Entonces, ¿tú tampoco le creiste?, oyó que le preguntaban.
- ¿Yo?; ¡oh hermanos, la locura a veces es bella! Ciertamente, lo de que los judíos nos quisiéramos de una vez en lugar de estar peleándonos continuamente ... Se trataba de una hermosa idea, desde luego; no estaba mal para empezar. Ciertamente hace falta unión para llevar a cabo cualquier empresa digna de tal nombre.
Así que ...- resoplando suavemente- ... lo admito, lo admito, Jesús me cautivó. Dije, \"Sí\"; le dije : \"Yo te sigo\"; ¿quieres más, Bartolo?
Había descargado en éste aquella pregunta, quizás airada en el tono pero implorante en realidad y cargada de angustia. Y ello no de forma casual, sino seguramente porque Bartolomé era de natural \"manso de corazón\", como aquellos a quienes el Maestro felicitase una vez por ser así, cuando aquel sermón en la montaña. Esa mansedumbre suya, que era más bien templanza, hacía de Bartolomé un hombre que no devolvía los golpes; los cuales, parecía más bien como si se disolvieran en llegando a él y perdieran toda fuerza. Resultando de ello que con Bartolomé no era posible ningún intercambio de tales golpes. Tomás se había dejado la mirada fija en sus ojos unos intantes, entre la admiración y el agradecimiento. Pues aquellos ojos bondadosos le sostuvieron su furia, sin retarla, sino por contra, apaciguándola; aquellos ojos de Bartolomé, cuyo estrabismo despertaba en Tomás -a saber por qué- una ternura especial.
- ... Es sólo que ahora -prosiguió-, con la perspectiva del tiempo y su ausencia; ... el hecho de haber compartido mi tiempo con ..., ¡con alguien que decía ser la encarnación de Yavhé...!
- ¡Su hijo!, sonó desde el fondo, categóridamente.
- Su hijo, vale, me da igual; además lo he dicho antes. Pues bien, ¡eso a cualquier humano le parecería una exageración; ¡ como mínimo! Cada vez que lo pienso ahora me recorre un escalofrío, - y Tomás hizo ademán de rodearse el cuerpo con los brazos.- Y aún admitiendo -prosiguió- que aquello hubiera sido absolutamente cierto; yo me pregunto ¿acaso podía ser nuestro Creador alguien cercano, humilde, abordable, alguien con quien uno podía hablar directamente, al que podía tocar? ¿No os parece que los hombres no podemos aspirar a tanto?
- Y el caso es que así era Él, le contestaron.
- Sí, puede; pero mira, ocurrió que al único líder que de verdad parecía tener autoridad, y que aun así se hizo amar tanto -y odiar, cómo no-; que daba mucho más de lo que recibía; al único que yo he visto a quien no le afectaba el orgullo, ni los honores; que no buscaba el lucro aprovechando su poder... ; aquel para quienes los pobres, los desheredados de la vida contaban más que los ricos y los satisfechos ..., y al que en definitiva tantos temían, ... ;se las han arreglado para matarlo. Condenándolo como a un vulgar delincuente, una especie de peligro público. - Y aquí Tomás se paró.
... para un instante después volver a tronar, como si quisiera expulsar un último resto de rabia :
- ¡Y encima los romanos siguen haciendo con nosotros lo que les da la gana!
Y dicho esto quedó en silencio ... ... ...
Así pasó un minuto (¿o quizá una hora?) interminable. Hasta que, al cabo, poco a poco, los petrificados presentes empezaron a rebullir de nuevo, con torpeza al principio, titubeantes; como si estuvieran despertando de un encantamiento. Y así, hasta que otra vez fueron cobrando viveza sus argumentos. Le volvieron a recordar a Tomás que diez días atrás Jesús se les había aparecido en aquel mismo lugar y había hablado con ellos. Le dijeron asimismo que en esa ocasión Él les había recordado que el Padre haría descender sobre ellos el Espíritu Santo. Les había advertido al mismo tiempo de que no debían asustarse cuando eso ocurriera. Porque les parecería, y de hecho iba a serlo, de algún modo, un fenómeno sobrenatural. Y que cuando el Espíritu Santo penetrase en cada uno de ellos, se les abrirían definitivamente los ojos y la mente a todos, y que comprenderían entonces de forma inequívoca cuál iba a ser su misión en adelante.
Tomás no replicó. Despacio, se había dejado caer en el asiento, ya vacío de toda su agitación. Parecía como si se hubiera rendido.
- Bueno, si vosotros lo decís, así será, -dijo a modo de conclusión. Pero continuó hablando; aunque ya sin beligerancia en la voz, en un tono más bajo, sensiblemente apagado :
- ... lo mismo que cuando se presentó el Maestro ese día que yo no estaba ... ¡Hay que joderse! ... ¿Y cómo se os metió dentro?; ¿llamó a la puerta, como he hecho yo esta tarde, abristeis, -y miró a la mujer que le había abierto a él-, y de pronto allí estaba Él, vivito y coleando?
-¡Tomás, Tomás ... no empecemos otra vez!, le reconvinieron; siendo ahora los otros los que levantaban la voz y con un tono claro de irritación, como de haber empezado a perder la paciencia.
- No, no; es que yo no conozco otra manera, excepto que ..., no sé, se filtrara a través de esta roca, como un espíritu -y tocó la rugosa superficie de la roca a su espalda, apretando un poco-. - O que surgiera subitamente del suelo, delante de vosotros, lo mismo que un manantial brotando de repente ...
Y aquí se paró. Porque empezaba a sentir como ganas de llorar; aunque las lágrimas no acudían. Tomás se llevó entonces las manos a la cara y le sobrevino un sollozo seco. Apretó los puños de pura impotencia. Luego abrió los brazos como si fuera a decir algo más ...
Entonces advirtió en algunos de aquellos rostros expresiones como de sorpresa, o de asombro. Vio aquellos ojos a su alrededor, que se abrían desmesuradamente, aquellas mandíbulas que se iban aflojando ... Tomás pensó, aunque poco convencido esta vez, sin rastro ya de vanidad, si no los estaba dejando boquiabiertos una vez más con aquel último alarde suyo de franqueza. \"¡Hombre, que no es para tanto! -pensó-, yo no .., -y ya en voz alta, continuó- :
- ¿Qué? ... ..., ¿es que vosotros, en el fondo, no habéis pensado lo mismo que yo alguna vez?, dijo como para redondear aquel final.
Y ya no pudo seguir. Estaba viendo la cara de Santiago y de repente se dio cuenta de que éste le susurraba algo, al tiempo que le tiraba de la ropa :
- Tomás, ¡Tomáás! ... ¡mira, date la vuelta!
Y Tomás, que venía notando una extraña, indescriptible sensación desde que lanzara su última pregunta, sin decir una palabra, sin protestar más, se fue girando; con docilidad. Y entonces vio a su espalda, erguida, la imagen de aquel hombre inconfundible.
\"¡Señor mío, y Dios mío!\", cuenta el evangelista que fueron las palabras que acertó a musitar Tomás, una vez recuperó el habla. A la vista de quien tenía a su espalda de repente, que no era sino el mismísimo Jesús, se había puesto de rodillas. Hasta que Jesús le hizo incorporarse; y tras lo cual tomó la mano temblorosa de Tomás y la fue guiando para que metiera los dedos en cada una de sus heridas. Y aún más, le permitió que las observase a su antojo, hasta que el pobre hombre se dio por satisfecho.
Y por último vino una pequeña reprimenda : - Porque me has visto has creido; dichosos los que creen sin ver, - le dijo Jesús.
... ... ...
De los doce apóstoles, Tomás resultó uno de los más oscuros durante el resto de su vida. Sin embargo no dijo \"No\" al que en adelante fue el sentido de su vida : llevar la Palabra al hombre. No sólo el pueblo judío era el elegido, sino que los planes habían sido desde el principio de los tiempos el hacer comprender que todos somos los elegidos.
Tomás dirigió sus pasos al Oriente. La tradición dice que estos pasos lo llevaron hasta la propia India. Y ciertamente, en la costa malabar del subcontinente indio se venera el nombre de un Tomás santo.
Nunca se sabrá si el discípulo de Jesús, Tomás Alfeo, estuvo fisicamente allí o no. Tal vez no sea de absoluta importancia comprobar tal hecho. Lo que sí conviene concluir es que la palabra -y la Palabra-, suele llegar más lejos que la espada, y a diferencia de ésta, además permanece. Pues Tomás fue más allá de los límites que Alejandro Magno, con su ejército invicto, unos siglos antes no se había atrevido a traspasar.
-Esta historia no tiene final-
JLP Madrid, 10 agosto 2011
Llevo impresa la luz fría de una mañana de marzo en la alta tierra castellana. He aquí una manera adecuada para un artista de decir que nací en un pueblo soriano, hace ya, ¡ uy, bastantes años !
Sin embargo, es poco lo que permanecí allí y los avatares de la vida me han depositado en Madrid, de donde también soy y ya para siempre.
No tengo formación especial, o mejor dicho, académicamente seguida. Unas temporadas con un pintor madrileño, un paso por la Escuela de dibujo ...
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