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Me gusta sentarme junto a la fuente,
me tranquiliza escuchar el sonido del agua.
Pienso en ti,
como en las últimas noventa y nueve mil trescientas sesenta horas que hace que me dejaste aquí tirada.
Persigo con mis ojos doloridos el reguero de agua que mana desde un pequeño resquicio de la roca rota, desgarrada, como mi corazón, y lo escolto con mi mirada hasta un gran charco que se ha formado a mi derecha, en el que el agua cae como si fuera un pequeño Niágara.
No te voy a perdonar,
nunca seré indulgente con esta huida en la que sólo pierdo yo, porque tu, al fin y al cabo, tan sólo te has ido.
Lo peor,
que nunca podrás explicármelo, de ningún modo podré escuchar esas palabras que espero y que nunca llegarán.
A veces pienso que fue la ciudad.
Un devorador que te engulló y tu lo tomaste como un castigo.
No eximiste de tu cuerpo la responsabilidad del orgasmo de vida que te supuso el caminar por sus calles.
No fuiste capaz de averiguar que sus moradores te morderían en la yugular para chupar tu sangre.
Y mientras tu apestabas a noche yo quedaba perdida en el desierto.
Un retiro obligado como en el que ahora me encuentro.
En el que sólo obtuve un premio, amarte.
Y en el que tu me lo diste todo, tu corta vida.
Arranque el aguijón de tu vena,
maltraté tu cadáver en un último intento de recobrar tus caricias,
tan sólo unos minutos después tuve que romperme para poder ascender hasta tu rostro y poder apagar con mi mano tu mirada.
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