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Javier Lizarzaburu, dentro de la pintura, ha explorado diversas técnicas y, en todas, ha desarrollado y pulido su trabajo de artista. En el óleo, los empastes y las posibilidades del colorido. En la acuarela, la delicadeza del trazo y el control sobre una sensibilidad que, sometida a la filigrana de la transparencia, no puede, no debe, desbordarse.
Antes que un intelectual que desarrolle un sistema racional sobre el mundo, en Lizarzaburu encontramos al artista despierto, con los ojos siempre abiertos a la curiosidad y a la fascinación por el hombre y sus recovecos más íntimos. Sus cuadros son una apuesta a la seducción y no una oferta de evidencias sobre los hallazgos.
No son cuadros que gritan, aunque el dolor y la ira han sido fuegos en el atanor donde este material fue preparado. Más bien son los murmullos, las pequeñas voces de la caricia, los ligeros cantos de la soledad profunda. Has que callar ante estos cuadros. Y escuchar atentamente los pasos de un ser mágico y a la vez doliente que nos precede y nos guía por el jardín infinito de los estremecimientos que el arte nos deja sobre la piel del alma.
Extracto de crítica de Alfonso Espinoza, diario Hoy
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