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En mis noches, caminando por sendas inexistentes, recorriendo praderas en folios dibujadas, subiendo montañas imaginadas desde abajo, me recreo y alío con el silencio. Mis manos, como guiadas por otro, buscan, tocan y sienten ásperas y húmedas maderas que aquellos árboles, al principio de los tiempos, tomaron prestadas para siempre. Mis ojos cansados de mirar y no ver, en aquellas noches de luna llena, veían sin mirar. Las noches y los días, mismo escenario para dos representaciones.
En la una no era él; en la otra no era yo. Sintiéndome presa fácil del gran sueño, me abandoné, como quería, a la suerte de mis ojos y mis manos, ellos, que ya habían dejado de obedecerme, comenzaron, como cada noche, a inventar momentos para mí. Mis ojos abiertos atravesaban la neblina blanquecina que se derramaba y caía como manto que se extiende para abrigar el sueño de los árboles. Mis manos, ateridas, nudos imaginarios formaban recorriéndose y retorciéndose.
Entre aquellos silencios que yo no oía, ¿o si?, y entre aquellos fríos que no sentía ¿o si?, seres mágicos adornados de luces de colores y sonrisas de oro, con sus ágiles y diminutos cuerpos, dibujándose en el cielo, me invitaban a llegar, me invitaban a pasar… De nuevo acabó la noche, de nuevo despejó el día. De nuevo toca dormir, ahora, con los ojos abiertos y las manos cerradas. Aferrado a un sueño del que seguramente no me quería despegar, no por lo menos, hasta descubrir, con mis ojos apagados, cielos de muchos colores atravesados por mágicas figuras que, sonriendo y escondidas, prometieron esperar.
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