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La aldaba, esa pieza con frecuencia de metal y de varias hechuras colocada en las puertas para llamar golpeando con ella, ejerce en mí una atracción difícil de explicar. Por supuesto, en las construcciones modernas ha desaparecido, pero aquí, en España, llena de atractivos pueblos cargados de historias antiguas, cuán frecuente es caminar por sus calles y encontrarte con viejas puertas donde una aldaba atrae en la simplicidad de su belleza como una instintiva necesidad de llamar y penetrar en el interior de una vivienda, donde sospechas las mil y una historias íntimas de personas que se alojaron en su interior, como si de esa forma, entrando allí a la solicitud de un gesto golpeando sobre la aldaba, una fuera a descubrir vida a través de vidas desconocidas. Voy a confesar un secreto, más bien una travesura de niña pequeña a pesar de mis casi cincuenta años: cuando veo una aldaba no puedo evitar que mi mano curiosa golpee sobre ella, aunque luego salgo corriendo por temor a que se abra la puerta y alguien me diga «¡no puedes pasar porque la vida escondida en el interior de esta casa es un misterio íntimo de vida que debe permanecer de puertas adentro»! .
Mi profundo amor por la cultura helénica, me llevó a residir durante diez años en Grecia, pais que marcó definitivamente mi trayectoria.
Por un lado, defino mis pinturas como fruto de mi gusto por las cosas sencillas, por otro, me arrastra la necesidad de desentrañar lo que parecemos y lo que realmente somos y el mundo interno que nos mueve.
Tengo la obligada necesidad de abrirme camino una vez más en la difícil...
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