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Aquella mañana de otoño se despertó lloviendo intensamente sobre Atenas. Más yo no podía faltar a mi cita semanal con la ciudad que apenas empezaba a descubrir. Me abrigué bien, tomé mi paraguas y mi plano y salí como de costumbre a recorrer sus viejas calles. En esta ocasión decidí perderme por Monasteraki y Plaka, los dos barrios más emblemáticos del casco antiguo, aparentemente dormitando a los pies de la majestuosa Acrópolis, pero llenos de vida en una plenitud de incesante movimiento humano, tanto de residentes como de turistas despistados ante tanta sorpresa cautivadora en cada recodo de cada calle. Yo, como una más, pero no residente del lugar ni tampoco turista casual, ahí estaba esa mañana, participando en el ritmo compulsivo y ajetreado de una parte de la inmensa cuidad donde la vida parece más Oriente que Occidente. Una vez me ubiqué en un punto de referencia fácil de recordar, doblé el plano de las calles y lo guardé en mi mochila, pues tenía todo el día para mí, para perderme y aparecer de nuevo allá donde quisiera con la brújula de la mente y el sentido de la orientación (aunque a veces este sentido se abstrae tanto en el mundo desconocido que se abre por primera vez a los ojos, que es fácil perder el norte)… Bueno, la lluvia había dado una tregua hacia el mediodía. Yo seguía caminando y fotografiando con la intrépida cámara de mis ojos todos los rincones de singular belleza en aquellas calles de arquitectura única y diferente. Sentí hambre, era hora de hacer una parada y comer algo. Una típica taberna griega ante mí, por lo tanto, ahí mismo para degustar cualquier plato típico griego… Un hombre en la puerta de la taberna, con el paraguas abierto aunque había cesado la lluvia. Hice intención de entrar en la taberna, para lo cual le hice un gesto cortés para que me permitiera acceder. Pero este hombre no se movió de su postura detenida en la puerta. Bien es cierto que ante tan desagradable gesto de falta de educación por su parte, yo podía haber entrado en la taberna sencillamente abriéndome paso por detrás de él aunque le hubiera dado un empujón que bien se merecía. Pero no lo hice; mi extrañeza ante su impasible actitud, despertó en mí una curiosidad y, entonces, me aposté frente a él al otro lado de la calle y comencé a observarle con fijeza… ¡No se movía del umbral marmoleo de la puerta y seguía con el paraguas abierto a pesar de que ya no llovía una gota!.. No podía ver su rostro y me estaba empezando a irritar. No sabía si reía o lloraba, si era joven o viejo, si se estaba burlando de mí, si no era más que un payaso o un tonto de esos que hay tantos por el mundo… ¡Me estaba irritando.., porque hasta permanecía indiferente ante mi descarada contemplación frente a frente! ¡Me estaban entrando ganas de cruzar la acera otra vez y sencillamente darle un empujón y desplazarle bruscamente de la puerta de la taberna para entrar tranquilamente en ella como yo pretendía desde el principio, además, es que tenía hambre!... Entonces reparé en un detalle que se me había escapado:... aquel extraño hombre no estaba sujetando su paraguas para protegerse de una lluvia que no caía, estaba intencionadamente ocultando su cabeza, su rostro, su identidad… Por eso no podía verle, no podía ver sino su abrigo gris y sus piernas con pantalón vaquero y sus botas viejas negadas a caminar… El misterio me sobrecogió, el deseo de ir hacia él y con osadía mirarle bajo el paraguas… ¡Hasta de arrebatarle el paraguas quise y cerrarlo en sus propias narices, y decirle que no llovía, y que se apartara de una vez de la puerta, y que abriera los ojos y siguiera por su camino!... ¡Ya habían transcurrido veinte largos minutos en aquella inquietante situación, él inmóvil y deliberadamente oculto, y yo observándole de frente y muerta de hambre… Me acerqué lentamente a la entrada de la taberna, me puse abiertamente a su lado frente a frente y él sencillamente inclinó el paraguas levemente hacia adelante para que mi menor estatura me impidiera ver su rostro… ¡Un minuto me quedé frente a él en silencio lazado entre ambos; después, giré en torno a su figura misteriosa y le dije: “disculpe, voy a pasar”, y sin rozar ni un hilo de su abrigo, me apañé para sortear la estrechez que quedaba entre su espalda y el arco de piedra que daba acceso a la puerta de la taberna…
Mi profundo amor por la cultura helénica, me llevó a residir durante diez años en Grecia, pais que marcó definitivamente mi trayectoria.
Por un lado, defino mis pinturas como fruto de mi gusto por las cosas sencillas, por otro, me arrastra la necesidad de desentrañar lo que parecemos y lo que realmente somos y el mundo interno que nos mueve.
Tengo la obligada necesidad de abrirme camino una vez más en la difícil...
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