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En la Punta Umbría de mi infancia, la arena omnipresente le confería a la luz un tono cálido, casi rosado y el paisaje te acogía como si de un interior se tratase. Todo era amable y cercano. Pero confinaron la arena bajo varias capas de hormigón y la luz irrepetible se perdió para siempre. Esta puesta de sol me ha recordado por un momento aquella atmósfera, aunque está claro que no es lo mismo. Muchos de los que eran niños cuando yo fui niño en Punta Umbría conservan un amor nostálgico por aquel lugar perdido, amor que en muchos casos está firmemente vinculado con una peculiar sensibilidad estética. Poesía, pintura, literatura, son para ellos lugares comunes. Alguien debería investigar por qué. Por mi parte, hace muchos años que trato de explicármelo y en una remota ocasión escribí: “fue la Naturaleza en su aspecto numinoso quién asumió la educación de aquellos jóvenes. Inefables sensaciones, sombras, fulgores, evocaciones sensibles de seres que huyen, acechan, espían, que dan sentido a las casualidades, seres que pueblan los linderos del bosque y sus oscuridades crasas.” ¿Será cierto?
PIntar desde dentro del cuadro
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