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Atreverse a convivir implica aceptar no saber
realmente quién es el otro. Animal, humano
vegetal o cosa, escapan a mi saber o comprensión.
Y sin embargo es un hecho que estamos expuestos
los unos a los otros, puestos fuera de sí, inclinados
al encuentro con aquello que apenas podemos presuponer.
Pero qué pasaría si la oscilación entre lo
inmundo de nuestras presuposiciones se abriera
tangencialmente al mundo de las posiciones, los
pesos y de los cuerpos en contacto.
¿Qué significaría poder empezar a escuchar las
voces de todos los miembros de la convivencia?
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