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Un día, no hace demasiado tiempo, un grupo de hombres con cascos y uniformes, armados de mazos y excavadoras, atacaron el último cine de mi ciudad. Pronto no quedaron más que ruinas.
A duras penas se adivinaba el lugar donde había estado la pantalla.
Un domingo, cuando parecía que no había nadie, salté la valla y me acerque a la cueva por donde otrora Lauren Bacall le pedía a Bogart que silbara, Johnny Weissmuller se lanzaba de liana en liana, Charlot le daba una patada en el culo a un policía bigotudo, Charlton Heston aullaba desesperado ante los restos de la estatua de la Libertad: “¡Yo os maldigo!”…
Acaricié las butacas destrozadas, cubiertas de polvo de cemento y cascotes e invoqué a los espíritus que en ese mismo lugar habían compartido conmigo tantas historias, tantos sueños, tantas aventuras…
Disparé unas cuantas fotos y, de pronto, a mis espaldas, oí un ladrido y una voz que me gritaba. El hechizo se rompió. Un vigilante y un doberman me echaron por donde había venido con unos cuantos gruñidos, insultos y amenazas como despedida.
Poco después, ya no quedaban allí ni los fantasmas de Cagney, Flynn, Darth Vader, Raquel Welch vestida de fascinante troglodita… Nada…
Bueno; si… Un anodino supermercado en el que jamás he pisado…
Una noche, soñé con melancólicos fotogramas de películas mezcladas
proyectadas en un cine arrasado.
Y traté de plasmar ese sueño jugando con las fotos del último cine de mi ciudad.
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