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A pocos pasos del cortijo, se deslizaba la fina y casi lineal vereda que llevaba hasta el pozo, ubicado a unos cien metros. Cada día, a la puesta del sol, cuando el calor estival moría bajo la tarde y su sombra, la abuela nos recordaba el quehacer diario de acarrear el agua para las necesidades del cortijo, y esta faena impuesta era para nosotros la más molesta, no sólo porque interrumpía nuestros juegos, sino porque requería un esfuerzo y una pérdida de tiempo que, como niños, no bien entendíamos. Y cada tarde, cuando nos encaminábamos resignados vereda abajo hacia el pozo, la abuela se cuidaba de advertirnos siempre del mismo peligro. Con su agudo y punzante grito nos decía: …¡Tened cuidado y no os asoméis al brocal del pozo porque entonces saldrá La Cantamora! …La Cantamora.., al escuchar ese nombre la abuela conseguía que inevitable escalofrío nos sobrecogiera, aunque nuestra curiosidad en torno a esta misteriosa figura era ya demasiada, tanto como nuestro valor y nuestra cobardía a un mismo tiempo… ¡Y no tiréis piedras ni ensuciéis con arena el agua del pozo o saldrá La Cantamora!, añadía gritando la abuela.
… ¡Un pequeño saltito para cruzar la gavia donde finalizaba la vereda y habíamos llegado al pozo! … El pozo, aquel dios de piedra y cal, con ojo oscuro a la profundidad de la tierra y mirada acuosa, que nunca nos dejaba acceder al abismo de sus entrañas porque el espejo de su retina sólo nos devolvía nuestra propia imagen con que él mismo nos miraba.
Generalmente, mi hermana la mayor se encargaba de extraer el agua, mientras los demás gustábamos de tendernos sobre la fresca hierba que crecía en derredor por la humedad propicia del suelo. ¡Cuánta belleza en tan reducido espacio donde reposaba el pozo, viejo y cansado de años! …Era el pozo redondo, vestido de blanca cal reluciente, y era su brocal de ladrillos en cuyas rojas grietas gustaba de asomar el musgo oscuro.
-¡Vamos a enfurecer a La Cantamora!- … Imaginábamos acaso una ninfa solitaria de hermoso rostro, si´, sereno y sombrío, vestida de largas sedas negras. ¿Tendría el cabello rubio? No, pero tampoco moreno aunque oscuro era. ¿Y sus ojos? Desde luego azules como el cielo para poder mirar a través de la negritud del agua profunda del pozo.
-Yo creo que nunca habla con nadie la Cantamora-.
-Pues yo creo que lanza gritos como la abuela-.
-¿Y si no es una mujer?-.
-¡A lo mejor es una bruja!-.
-No puede ser una bruja porque dentro del pozo no puede montar en la escoba-.
-¿Y si es una culebra?-.
-Pues a mí las culebras no me dan miedo-.
-¿O si es un animal raro?-.
-¿Cómo cuál?-.
-¡Un dragón!-.
-¡Imposible! Un dragón no cabría en el pozo y, además, el agua apagaría el fuego que soplan los dragones-.
… Mientras dábamos así rienda suelta a nuestra infantil imaginación, nos habíamos llenado los bolsillos y las manos de piedras porque se acercaba el momento de despertar e irritar a La Cantamora. Como guerreros organizados y unidos en igual objetivo, nos colocábamos en derredor del brocal… La batalla había empezado, la primera piedra caía no importa desde qué mano, y era entonces que aquello se convertía en una lluvia de proyectiles, chascando el agua y golpeándolas sonoras piedras de mármol y pedernal de la pared del sombrío pozo, que lanzaba ecos como quejidos inquietantes.
Mas al final de la batalla nada sucedía. Volvíamos a inclinarnos sobre el brocal hasta que el silencio se hacía de nuevo absoluto. El espejo del agua dibujaba ahora nuestras caritas decepcionadas. ¿Es que nuestras piedras no rompían la soledad tranquila de la Cantamora? ¿No se enojaba con nuestro desafío? … Entonces, ¿qué haces, Cantamora, que no sales y nos persigues?...
¡Nunca la vimos!.
¿Quién era , en realidad, La Cantamora? Ahora bien lo sé, ahora pasados esos años en que la ingenuidad de la infancia queda atrás y viene a ocupar su lugar la razón, que la figura enigmática de La Cantamora era, sencillamente, el temor de nuestra abuela por si, en nuestra imprudencia de niños, caíamos de cabeza al ojo negro del pozo. Aquel ojo de mirada oscura y sin fondo, ojo y boca de aquel terrible dios de piedra en cuyas rodillas gustábamos de sentarnos tan confiadamente.
Mi profundo amor por la cultura helénica, me llevó a residir durante diez años en Grecia, pais que marcó definitivamente mi trayectoria.
Por un lado, defino mis pinturas como fruto de mi gusto por las cosas sencillas, por otro, me arrastra la necesidad de desentrañar lo que parecemos y lo que realmente somos y el mundo interno que nos mueve.
Tengo la obligada necesidad de abrirme camino una vez más en la difícil...
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