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Esta obra es el retrato de una bailarina, cuyo rostro se ha vuelto irreconocible o se ha borrado completamente del espejo cambiante del tiempo, pero no su espíritu, cuja presencia reconozco y siento todavía en mi como una danza o el sabor de la vida que compartimos. El paisaje marino que envuelve la figura es a la ves escenario y su compañero de danza: escenario, porque el único lugar donde el tiempo no pasa; y compañero de danza por los ritmos de la inconstancia que el mar sabe imprimir al espetáculo. He aquí una obra que invita al espectador a danzar con el personaje, no a esperar, como el artista, que su término desvende su verdadero rostro, ahora oculto por un tablero de ajedrez.
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