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Es verano en este pueblo de pescadores. El sol golpea a los
temerarios y a los niños que corretean de un lado para otro con sus chanclas y sus pelotas de playa. Los demás buscamos
refugio en la sombra de los toldos alrededor del mercado.
Toldos de lona a rayas blancas y azules. Toldos que nos recuerdan eternos veraneos y balnearios cerrados: islas griegas o
playas victorianas, Indochina, Canarias, San Petersburgo, la Costa Azul.
En el mercado antiguo, abierto al centro de la plaza, con plásticos azules y estructuras de hierro, vociferan los comerciantes lo que el olor no grita. Festival de colores: pimientos verdes, rojos y mangos amarillentos, sandias de un rojo intenso, albaricoques, papayas de un naranja profundo y olor almibarado.
Pido un café a la sombra del toldo azul y blanco y contemplo este baile de regateo, ofertas ?pruebe usted la sandía, más jugosa imposible; pruebe y ya vera qué buena ¿cuanto le pongo? ¿media? ¿No se la lleva entera? Mire que se me acaba y mañana quien sabe.?
Y ahora va el pescado ganando la batalla del olor y los gritos ?sardinas, camarones, viejas? y el hielo cae desde el expositor en las botas de agua del pescadero al colocar las piezas, y otra vez el café que me llevo a la boca y le siguen las hierbas aromáticas que van al primer plano al pasear las bolsas una señora que mira su cartera y hace recuento de si ha llevado todo y cuanto le ha costado.
La sombra me protege, quieta ante el movimiento que no para. Pido un helado.
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