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Por amor andamos por desfiladeros, sobre noches doblemente sinsentido, intuyendo palabras lunares y memorias rayoneadas; nos cangrena piel adentro, deja el aura astillada, la dignidad de verdugo. Por esa malobra del destino caminamos descalzos por derrumbaderos, entre húmedos desalientos y ángeles renegados. Nunca tiene un buen final y su principio siempre es incierto. No dura más que una noche, sin embargo su sombra nos traspasa el resto de la vida.
Pero a veces, unas pocas, esa broma triste es algo más (o menos, según se mire): es como si la muerte paseará en nuestra sala, sin mirarnos, como si la lluvia lavará algunos retazos de tristeza, como si nunca hubiéramos respirado y de repente todo el pasado desapareciera, se fundiera con destinos rengos y tomara el nombre de la espera. No hay hora, ni lugar preciso para está emboscada, para este triunfo milagroso de una ausencia, que de pronto toma prestado unos posibles rasgos, un cuerpo verdadero, al que podemos estrechar y que es el único entre tanta sombra capaz de responder a nuestra desesperación, ya que está igualmente desposeído... y eso siempre pasa cuando dos nostalgias colisionan en una misma noche, dándole al otro, el derecho –cuando no el deber—de hacernos sufrir...eso es el amor, el que lo padeció, lo sabe.
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