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¿ Quién se esconde detrás de los muros de nuestra alma y nos observa, callado y calladamente, por entre las rendijas que abren nuestras dudas?.
Podemos saber que está ahí pero queremos ocultarlo de Dios y de las gentes, aunque ni sabemos siquiera a qué pueda parecerse su figura innombrable, carente de contornos, proteica, perenne, más antigua que nosotros y que todas las almas que podamos inventar para adentro…
Otro, es otro el que desde adentro nos observa y nos lacera, el que con acerados dientes de durísimo cristal llaga nuestros bordes íntimos. Es su voz, la voz, una voz que desde dentro nos inquiere y la duda que siembra es un río que se abre, que entra, penetra, ahonda en nuestros propios dolores, en nuestros ciegos deseos. De caos, está hecho del caos que llega hasta nosotros y desde nosotros parte hacia la nada.
Es un hombres sin rostro, el rastro de un hambre más vieja, los restos dejados a la vera del olvido, más allá de las funestas memorias que nada dejan de lado está él dejado a un lado. No hay que recordarlo, no hace falta recordar nuestro rostro en el espejo para saber a qué se parece cuando nos reímos sin querer. No hace falta recordar la piel para sentir lo que la piel percibe desde afuera. No hace falta la memoria.
El hombre sin rostro caza las preguntas que queremos dejar botadas hasta luego de la muerte en el fondo del armario. Y luego, cuando nadie más nos oye, en el fondo de las cuevas que son las multitudes, en donde estamos más y mejor ocultos, despliega ante nosotros sus trofeos, esos restos de nuestra alma que a jirones arrancamos ayer, hace un siglo, antes de los besos y las pieles, antes, antes, antes…
Y es entonces el miedo, el pánico total a lo no visto, a lo que no quisimos ver. O es la risa que nos saca del quicio en el que andemos y nos vuelve leves como al trigo, o a la ternura que se nos riega tras los ojos para poder inundar el mundo todo… O es la crueldad que disfrutamos, o la que nos hiere, o la que nos acaricia…
Finalmente nos quedamos colgados ante el vacío de las cosas que nos siguen y preguntan, rostros sin hombre, ojos suspendidos, gatos de Chesire que abandonan, en la huida, un alarido que se queda para siempre en las retinas, para siempre como un eco, para siempre…
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