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IDUS DE MARZO-El asesinato de Julio César

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  • Country: Spain
  • Category: Drawing
  • Technique: Pencil
  • Measurements: 16.54 x 11.42 in
  • At Artelista since:
  • Tags: roma, cesar, marzo, curia, foro, idus

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-Momentos previos al asesinato de Julio César, idus de marzo del año 44 aC--.
Había estado cayendo aguanieve toda la noche, a pesar de que ya era marzo y se hallaba cercana la primavera. En el cielo, sólo un resplandor mortecino anunciaba el inminente amanecer, pues un adusto farallón de nubes tapaba la salida del sol. Y bajo aquel cielo espectral Roma tiritaba, sumergida en un mar de azulada oscuridad.¡Quién diría que aquella ciudad encogida fuera la dueña del mundo!---.A los pies del monte Esquilino, no lejos del Foro, la Domus Pública no daba señales de vida; todos parecían dormir. Todos excepto Calpurnia, la mujer de César, que estaba despierta. Pues había tenido una pesadilla, una de sus pesadillas, habituales por otra parte, si bien esta vez una inusualmente violenta ycuando se despertó, en el paroxismo de un sueño turbador, se encontró de repente arrodillada en la cama, sudando a mares y jadeando. En esos instantes no pudo recordar qué había soñado. Pero seguro que se trataba de algo horrible, se dijo, pues estaba temblando. Entonces, quizás al reparar en la impenetrable oscuridad que la rodeaba, sintió un miedo súbito. Pues pensó que, efectivamente, quizás había salido de un mal sueño ..., pero sólo para ingresar en un sitio peor, pues de repente la cama se le antojó una isla. Una isla en medio de un mar de tinieblas y en el que sólo estaba ella. Se preguntó entonces qué hacía allí, cómo había llegado. Y lo único que se le ocurrió en esos instantes fue que debía estar esperando a alguien. En cuyo caso -se dijo- no podía ser a otro que a Caronte. Lo cual la hizo estremecerse, al pensar que de un momento a otro llegaría el inexorable barquero de cara de perro, remando hasta la orilla, para llevársela camino de los ignotos dominios de la muerte. Por lo que en esos momentos la mujer concluyó si no estaría ya muerta (¡en modo alguno despierta!) y si por tanto no habría dado comienzo para ella su "eterna nox dormienda".---.Entonces pensó en lo horrible de no haberse podido despedir de su esposo, y lo que aún era peor, sin haber recibido de él su moneda para pagar al barquero. Aquello la llenó de pánico y quiso gritar, pues en esas condiciones estaba condenada a vagar como una sombra errante, por toda la enternidad. Pero no pudo emitir más que una especie de gruñido : animal, primario. Pues el mismo terror que la había empujado a gritar estrangulaba a la vez su garganta. Entonces la mujer extendió el brazo en derredor suyo, como si buscara algo o a alguien y convencerse así de que no estaba sola. Hasta que finalmente su mano tropezó con el cuerpo de su marido. Lo palpó, sintió su calor, incluso pudo percibir su respiración pausada y profunda. Aquello fue suficiente para calmarla; lo que hizo que se echara a llorar de alivio, dando gracias a los dioses porque no estaba sola. Entonces sintió que podía respirar de nuevo sin dificultad; y con avidez aspiró el aire húmedo y frío de la alcoba, aquella fetidez familiar que olía a moho, orines y excrementos de ratón y que era el olor de la vida. Finalmente Calpurnia comprendió que los dos estaban vivos. Ya mucho más tranquila se pasó el antebrazo por la cara para secarse las lágrimas y, bostezando un par de veces, se volvió a quedar dormida. Al cabo de un rato fue César quien se despertó. Sintió a su mujer a su lado, que dormía profundamente. Pensó en cómo podía dormir de esa manera cuando a él la proximidad del amanecer le despertaba siempre, aunque no se lo con una pizca de envidia salió de la cama y buscó sus zapatillas, que estaban junto al orinal. Se las calzó y seguidamente se llegó hasta el arcón a los pies del lecho, donde estaba su túnica. Tras ponérsela, moviéndose a tientas, se llegó hasta la puerta y abandonó la habitación. ---.Al salir del cubículo vio junto a la puerta a Gabó, encargado de velar su sueño y el de su esposa en el último turno de la noche. El joven esclavo estaba sentado en una esterilla de esparto y con la espalda apoyada en la pared. Una manta raida le cubría poco más que los hombros. Estaba dormido, y no se percató de la presencia de su amo al salir de la habitación. César no lo despertó; en su lugar lo que hizo fue coger la lámpara que ardía a sus pies y comprobar que Calpurnia seguía durmiendo. Tras lo cual cerró la puerta con cuidado y, desentendiéndose del esclavo, echó a andar pasillo adelante, camino de la letrina. ---. Una vez hubo terminado allí, César volvió al pasillo, que llevaba hasta la puerta del peristilo. Al lado de ésta se abría un ventanuco en un entrante de la pared, donde César dejó la lámpara. No había cuidado de que la llama se apagase, pues la abertura estaba cerrada por una lámina de alabastro. Seguidamente César procedió a abrir la hoja de la puerta, soltando cerraduras y cerrojos hasta que ésta quedó libre. Entonces cogió un capote de legionario que colgaba de un clavo, se lo puso, y acto seguido salió al jardín. Fuera todavía caía aguanieve. Aunque aún estaba muy oscuro, César vio enseguida al guardián apostado en la torreta, al otro lado del patio. El cual, al darse cuenta de su presencia, le dirigió un saludo marcial, y al que César respondió con el mismo gesto. La Domus Pública nunca había tenido guardianes; pero los tiempos revueltos que convulsionaban Roma desde la vuelta de César habían hecho aconsejable la medida. De manera que se había construido aquella torre, desde la que se podía observar cualquier intento de acceso a la casa por su parte más vulnerable. ---.César iniciaba su día oficialmente inspeccionando aquel patio. Pues allí se encontraba el fuego sagrado de Vesta, del cual se ocupaban las vestales y de quienes a su vez él era el jefe, en su calidad de Pontífice Máximo. Allí estaba también el pozo, del que César bebía agua de forma ritual antes de seguir adelante con sus obligaciones.---. Esta vez en cambio prefirió no moverse de donde estaba, pues sentía molestias en la tripa y no quería exponerse a la intemperie más de lo necesario. En realidad le bastaba con seguir bajo la cubierta del pórtico para comprobar que el fuego de Vesta ardía con fuerza. Un fuego que César miró unos instantes fijamente, complacido de que las vírgenes vestales cumplieran con tanto celo la tarea de alimentarlo. Lo cual era un deber de la máxima exigencia, pues en aquel fuego vigoroso residía el espíritu de Roma, invencible, como todo romano sabía, mientras no dejara de arder.---. El llanto cercano de un bebé sacó a César de su ensimismamiento. Pensó que sería algún niño abandonado, depositado en un vertedero que había en las inmediaciones de la casa. Aunque más probablemente -rectificó- se trataría de una niña, pues en las familias romanas los varones eran siempre más valiosos que las niñas.---. César suspiró, pensando en por qué razón él no había tenido ningún hijo varón, él, que tanto se jugaba en tener descendencia. Menos mal que el nieto de su hermana parecía estar a la altura deseada - pensó-; pues de no haber sido así no lo habría designado su heredero en su testamento. Cierto es que estaba Cesarión, nacido de sus amores con Cleopatra; pero César no lo amaba. Pues se trataba de un niño corriente, por no decir mediocre, y que en suma había supuesto una decepción para él. Pese a lo cual no pudo evitar sentir un pellizco de tristeza en el estómago por aquel niño desventurado, pues César sabía que cuando él ya no estuviese, Octavio lo eliminaría sin contemplaciones.---. De repente un gato pasó por delante del fuego, corriendo tras un ratón. Entonces César reparó en que se estaba quedando frío y que era mejor volver adentro. Antes de retirarse miró de nuevo a lo alto y contempló los copos de nieve, descendiendo blandamente. Se fijó en los que caían sobre el fuego sagrado, desintegrándose antes de llegar a tocar las llamas. Y quiso imaginarse en ellos a los enemigos de Roma, sucumbiendo ante su fuerza. Con este pensamiento entró en la casa, cerrando la puerta tras de sí. Mientras se quitaba el capote César experimentó por un instante una sensación abrumadora : podía sentir el peso de Roma, descansando sobre sus hombros. Sólo que él no era un dios, ni siquiera un atlante, para soportar por mucho tiempo semejante carga.---. Ya volvía, camino ahora del gabinete cuando vió a Gabó, que no sólo se había despabilado, sino que se acercaba en esos momentos a pedir disculpas por haberse quedado dormido. Portaba ahora otra lámpara, la cual le iluminaba el rostro, en el que destacaban unos ojos azules de germano adolescente. El muchacho se fue a postrar a los pies de César, pero éste le detuvo; no le gustaban los gestos serviles, y sólo había permitido algo así a Vercingétorix la mañana de su rendición en Alesia, porque sabía que aquella escena aceleraba su conquista de la Galia. Gabó en realidad no era un esclavo al uso, sino un rehén obediente al que por otro lado le gustaba más Roma que el poblado eduo de casucas con techos de paja de donde provenía. De él había salido un día acompañando a las legiones romanas como garantía de buen comportamiento de su tribu.---. Al principio Gabó se había sentido triste, pero pronto se dio cuenta de que aquello había sido un golpe de suerte para él. La leve cojera que padecía lo descalificaba a los ojos de su gente como futuro jefe, y facilmente comprendió que si su padre se desprendía de él en lugar de su hermano más pequeño era por eso. Pero quizás haberse caido de un caballo y haberse tronzado la pierna estaba en su destino, un destino que tenía a Roma en el horizonte.---. Gabó, cuyo nombre auténtico era Gangwolf, el cual por alguna razón los romanos no podían pronunciar, aprendía el latín con pasmosa facilidad y tenía un amo en César que le apreciaba. Hasta el punto de haber empezado pronto a hablarle de su futura libertad. Sorprendido por su capacidad, César había determinado que aquel talento natural no se perdería en el anonimato de una oscura esclavitud. Por lo que llegado el momento lo manumitiría. Pero, como solía advertirle, no sin haberle procurado antes una adecuada formación. Le había dicho que haría de él un abogado, un brillante abogado. Para entonces ya sería un liberto y quién sabe si aún podría competir en el Foro con un Cicerón viejo pero todavía activo. César se sentía feliz con aquel muchacho, quizás viendo en él a ese hijo que no había tenido. El caso de Gabó le hacía reflexionar sobre los caprichos de Fortuna. Pues al pensar en Gabó lo comparaba con el hijo de Cicerón, que, pese a la alcurnia de su nacimiento, le había salido a su padre un redomado zoquete, convirtiéndose con los años en un borrachín pendienciero, sin oficio ni beneficio. ---. Al llegar los dos hombres a la altura del dormitorio de César, Gabó se paró y se quedó junta a la puerta, en tanto que su amo siguió pasillo adelante, camino de su gabinete. Sin sentarse esta vez, el muchacho se dispuso a aguardar a que la señora despertara y lo llamara, para hacer venir a las esclavas encargadas de su aseo. ---. El gabinete de César era el antiguo tablinum de la casa, al uso de las domus tradicionales, pero que él había hecho cerrar por completo, separándolo así del atrio y dejando una puerta de acceso de la que sólo él y su mayordomo Trogo tenían una llave. ---. Al entrar César Trogo ya le aguardaba, atizando un braserillo que el mismo había traido junto con el desayuno del amo.---. César lo saludó y se fue directo a la mesita donde esperaba su colación : una bandeja de higos secos y una jarra de agua con vinagre y una copa. Antes de que César tocara los higos el mayordomo se adelantó, empezando a comerlos primero, casi más como un ritual que como la elemental medida de seguridad que era. Uno por uno Trogo iba tomando los higos que su amo le señalaba al azar y los comía. Hasta que, al cabo de unos minutos, César se le unió; sin el menor inconveniente en compartir su desayuno con un esclavo.---. El de César acostumbraba pues a ser un desayuno frugal. Algo muy en consonancia con su legendaria sobriedad, y por otra parte tan propia de los antiguos romanos. Aunque desde luego César no iba tan lejos como Catón por ejemplo; aquel estoico furioso, fanático de la observancia de las viejas costumbres. Incluso cuando muchas de ellas ya habían dejado de tener sentido y se habían convertido con el tiempo en un estorbo.---. El fanatismo de Catón había hecho que éste encontrara en César un hombre peligroso, con tendencias innovadoras, lo que a sus ojos lo hacía un enemigo de Roma, y por ende también suyo . ---. De manera que entre los dos hombres se fue estableciendo paulatinamente una sorda rivalidad, la cual se había ido agravando a medida que César se hacía cada vez más importante y poderoso. Quizá la cosa alcanzó su punto álgido cuando, encima de todo, César sedujo y se acostó con la mujer del otro. Una vergüenza que jamás podría ser lavada del todo, por más que Catón quisiera poco o nada a su esposa y, aprovechando la circunstancia, se divorciara de ella. Pues uno podía deshacerse más o menos fácilmente de una esposa adúltera, pero no del inmenso ridículo que la víctima tenía que soportar en adelante. ---. En consecuencia aquel enfrentamiento sólo podía tener un desenlace, que era la desaparición de uno de los dos rivales. Y fue Catón el que perdió en la pugna. Aunque en honor a Catón habría que decir que fue el propio Catón quien acabó consigo mismo. Esto es, sin que César llegara a ponerle las manos encima. Porque vino a ocurrir que una vez ambos rivales en guerra abierta, Catón terminó suicidándose antes que pasar por la humillación de rendirse a los hombres de César, que lo habían arrinconado en Útica. Si Catón no hubiera sido quien era habría salvado la vida, pues César era un hombre clemente y no lo habría hecho ejecutar. Pero estaba claro que Catón no quería seguir viviendo en una Roma hecha a la medida de César. Y por ello, aunque la soleada Útica, junto al mar, invitaba a vivir, Catón prefirió la muerte.---. Por otra parte, cuando la noticia llegó a Roma desde la costa africana, a decir verdad fueron pocos los que sintieron sinceramente su muerte . Pues, con su fanatismo intransigente, Catón fastidiaba incluso a los de su propia facción. Entre aquellos pocos romanos que sí lo sintieron, y mucho, estaba su hija, Porcia, quien en su duelo incorporó un juramento de venganza eterna contra César. Y así, entre los enemigos de César, Porcia, pelirroja, fea y furibunda, ¡digna hija de Catón!, pasó a engrosar la lista de los verdaderamente peligrosos. ---. En contraste su esposo, Marco Junio Bruto, era un hombre más bien pacífico y apático, cuyo interés auténtico era el dinero y no la política. Para fastidio de Porcia, su animadversión contra César era más bien blanda y de otra índole. Porque lo que él, a su manera, no podía perdonarle a César era que habiendo estado enamorado de su hija Julia, éste se la hubiera dado en matrimonio a Pompeyo, aquella vieja gloria romana. Que era una gloria, de acuerdo, ¡pero sin lugar a dudas vieja! Pero lo que aún le resultó más duro a Bruto fue saber que pese a haberse tratado de un matrimonio descaradamente político, por el que César limaba rivalidades con Pompeyo al convertirlo en su yerno, la pareja era feliz, pues por una vez la conveniencia y el amor habían coincidido.---. Claro que también estaba lo de su madre, quizá la única mujer que César había amado de verdad (aparte de a su primera y difunta esposa, la dulce Cinnilla). También a su madre le había roto César el corazón, negándose en redondo a casarse con ella tras muchos años de relación. De haber sido así, él hubiera podido sentirse su hijo, cosa que ya nunca sería posible y que era lo que en el fondo más le apenaba de aquella historia. Por todo esto podría asegurarse que Bruto no contaba mucho para César, y desde luego no estaba en sus pensamientos aquella madrugada, mientras tomaba su ientaculum.---. Finalmente los dos hombres acabaron con los higos de la bandeja y entonces César, para poner fin a la colación, fue y tomó la jarra con la mezcla de agua y vinagre llenando la copa de cristal. Mientras la bebía pensó, divertido, que la diferencia entre su desayuno y el de Catón habría estado en que de beber algo, Catón habría bebido sólo vinagre. Pero así había sido Catón, un individuo encantado de llevarse bien con su amargura.---. Sin haber intercambiado una palabra en todo el tiempo los dos hombres dieron por terminado el desayuno, y Trogo salió con la bandeja. Entonces César se desperezó y se frotó las manos de entusiasmo; sí, aquel era su momento favorito del día, el amanecer, cuando la casa aún dormía y en aquel silencio profundo su mente funcionaba mejor.---. El silencio terminó cuando Sífax, el peluquero, hizo acto de presencia, seguido de un perrucho con la nariz pegada al suelo. Sífax era un griego de andares saltarines, manos delicadas y modales amanerados que César tenía consigo desde que fuera a la Galia para conquistarla. Sífax, cuyo nombre era otro bien distinto, pero que su dueño no usaba nunca por considerarlo demasiado solemne, era un artista en su oficio. Hasta el punto de que al poco de entrar a su servicio, había logrado que en la cabeza de César se viera pelo donde ya no crecía.---. Como romano, a César le disgustaba su calvicie. Fastidiado por ella, había recurrido a todos los remedios conocidos para vencerla. Pero tan peculiar enemigo había resultado invencible; mil veces más resistente que todos los galos a los que había derrotado. Así que todo había sido en vano; hasta que aquel viejo maricón apareció en su vida. ---. Su destreza hizo posible restaurar en primer lugar el maltratado pelo que aún sobrevivía, liberando a su dueño -siquiera en parte- de su íntimo desasosiego. Y luego, donde no había pelo, allí donde la naturaleza ya lo había dado todo, se las ingeniaba para crear la ilusión de abundancia. Era una ironía que si llamarse César significaba originariamente "el de la abundante cabellera", César por contra fuera bastante calvo. Así, el hombre perfecto, el imbatible, esa especie de monstruo, al lado del cual sus iguales romanos se sentían unos enanos, llevaba sobre sus hombros la más perfecta de las bromas : Cayo Julio César, esto es : "el peludo", era en realidad César, "el Calvo". Con lo que muchos de sus enemigos tenían algo de que bromear a su costa, a falta de mejor motivo. ---. Y de ahí que el griego siguiera en su casa, pese a que en lo personal a César no le caía bien. Porque Sífax había sido un adonis en su juventud, pero ésta quedaba ya lejana, y al tratar de retenerla no había logrado sino convertirse en un viejo ridículo, disoluto en demasía y en definitiva repulsivo. De tal manera que su extraordinaria habilidad apenas compensaba ya a los ojos de César.---. Le estaba afeitando ya el griego -impecable también con la pinza- cuando Calpurnia hizo acto de presencia. Apareció asomada de repente a la puerta del gabinete, sin atreverse a entrar. Estaba pálida y tenía el pelo alborotado; como si fuera la propia Medusa quien se recortara en esos momentos en el marco de la puerta. Detrás de ella, casi tragadas por la oscuridad, un aleteo de solícitas esclavas se afanaba a su alrededor. Aunque Calpurnia no parecía reparar en ellas. ---. "Finalmente su esposa había salido del cubículo", pensó César; y sonrió discretamente a su mujer a modo de saludo. Calpurnia interpretó en aquel leve gesto que su esposo aguardaba ya lo que ella se moría de ganas de contarle; esto es, el terrible sueño que la había atormentado aquella noche. ---. Sin llegar a tener trato - que César supiera- con lémures y demás criaturas nocturnas, en tanto que su dormir era siempre como un camino recto en la negrura hasta desembocar en el día siguiente, Calpurnia era propensa a sueños de toda índole. Por eso César no dejaba de sentir una cierta curiosidad ante aquella misteriosa diferencia entre él y su esposa. En el fondo lo consideraba como un atributo y no un defecto. Era algo que le dejaba perplejo y le afirmaba en su convicción de que las mujeres eran unas criaturas cuyo misterio último nunca podría ser desvelado ni comprendido. Por ejemplo, esa capacidad de ver lo porvenir, que era más que unicamente intuición. ¡Ahí estaba la sibila de Cumas, sin ir más lejos!---. Ahora Calpurnia se disponía a darle una muestra más de aquella facultad suya, y César se aprestó a escuchar, si bien, como era habitual en él, con un cierto aire de distancia, incluso pudiera parecer que de indiferencia. Pero sólo era en apariencia, pues conforme Calpurnia avanzaba en su relato, la cara de César fue perdiendo paulatinamente su habitual aire impasible. Cuando por fin la mujer logró terminar, había un rictus raro en la boca de César, como el de quien tropieza de pronto con la mirada de un babuino, acechando tras los barrotes de su jaula. Y es que Calpurnia había soñado con la muerte de su esposo. Calpurnia, fresco ahora el sueño en su memoria, no había omitido detalle al contárselo. Por no decir mejor que, pese a la angustia que sentía, todo había sido en ella hacer hincapié en la imagen del cuerpo de César. Lo había visto, como recalcó varias veces, "tendido en el suelo, bocabajo y en medio de un charco de sangre". Y además -añadió- había una especie de coro, fantasmal y estrafalario, que parecía danzar en torno al cadáver, al tiempo que profería un horrísono guirigay de carcajadas y lamentos. ---. Así que no es extraño que la mujer se hubiera quedado atascada más de una vez, incapaz de seguir, y que necesitara de un gesto de aliento de su marido para continuar. Al final, cuando acabó, Calpurnia se vio sacudida por un sollozo que a duras penas logró contener. Porque no es que la mujer de César no pudiera llorar; sino que no debía cuando menos hacerlo delante de nadie, de nadie que no fuera sola y exclusivamente su esposo. Y aún así tampoco era menester excederse. Pues una mujer romana siempre tenía que guardar la compostura, cuanto más la mujer de César. ---. Pero lo cierto es que César había llegado a sentirse incómodo, sacudido por el relato. Más que por la crudeza de las imágenes -él, que tanto había visto a lo largo de su vida-, por el hecho de ser la víctima en aquel sueño. De hecho al acabar su esposa el relato, César se sorprendió acariciando uno de los amuletos que llevaba al cuello. Aquello podía ser un presagio, un mal presagio, por descontado, y por un momento se le ocurrió que quizás los dioses se habían valido de su mujer -en vez de dirigirse a él directamente- para enviarle un aviso. No obstante lo cual, el rostro de César se recompuso de nuevo y, un instante después aparecía como era habitual en él, esto es : impasible y sin rastro de emoción. Al fin y al cabo, César, lo mismo que su esposa, no podía permitirse ciertos lujos emocionales más que en la intimidad. Razón ésta por la que quizá aún no se había hecho salir al viejo Sífax, pues era sordomudo. ---. Entretanto Calpurnia seguía de pie en el quicio de la puerta, hipando y arrebujada en su embozo. Trataba, no sin cierta coquetería, de no dejarlo caer, mientras esperaba no sabía bien qué; posiblemente una palabra de consuelo de su esposo. Pero César, Pontífice Máximo, Dictador de Roma, general invicto, etc, etc, no iba a hacer una escena allí delante, levantándose para envolverla en un abrazo protector, por más que lo hubiera deseado. Lo que hizo César en cambio, al tiempo que despedía -ahora sí- al griego, fue pedirle a su mujer que volviera con las esclavas. "Para que la ayudaran a bañarse y vestirse", le dijo; "si es que ya no iba a volver al lecho", concluyó. Al oir esto la mujer se quejó un poco con la mirada y mostró un tímido mohín de rebeldía. Porque no quería, o más bien no se atrevía a moverse de allí. Pero finalmente obedeció a su marido. Y de la misma manera que había hecho su aparición desapareció y se perdió pasillo adelante, rodeada de una nube de manos morenas a su alrededor. ---. Fue en ese momento cuando entraron dos esclavos que aguardaban en el pasillo. Llevaban una toga nueva para vestir a su amo y sus botas rojas de senador. También entró Parmenio, uno de sus dos secretarios, que llegaba con algo de retraso, y que pasó esbozando un amago de excusa, el cual César aceptó asintiendo levemente con la cabeza. Luego se situó junto a éste, en tanto que uno de los dos esclavos se adelantaba para calzarle las botas. ---. Una vez calzado, el otro esclavo se acercó con la toga. César se puso de pie y alargando una mano la tocó. Le dio el visto bueno, y acto seguido los dos hombres empezaron a colocársela. Entonces, con la naturalidad y soltura de la costumbre, César empezó a moverse de forma que los dos esclavos pudieran ceñirle la toga con más facilidad.---. Entretanto Parmenio se puso a repasar con César el orden del día. A éste le gustaba aprovechar el tiempo al máximo, y que le estuvieran vistiendo no era obstáculo para que su mente dejara de trabajar. César solía decir que las buenas ideas podían acudir en cualquier momento; y por eso le gustaba tener a Parmenio siempre a mano. Ya era mala suerte que a éste le gustase dormir más que a su patrón, pero en su fuero interno daba gracias de que al menos hasta el momento nunca le hubiera obligado a compartir su tiempo en la letrina. ---. Una vez la toga quedó finalmente colocada, César comprobó con ojo experto la compostura de la prenda y asintió satisfecho. Entonces, los dos hombres se retiraron unos pasos y quedaron aguardando en silencio. A continuación César se fue hasta la alacena que había tras su escritorio, la abrió con una llave que llevaba colgada al cuello y extrajo algunos documentos. Parmenio se acercó entonces y los dos hombres comprobaron que este último tenía consigo la copia de un papiro que César acababa de sacar de su estuche. Tras lo cual éste hizo un gesto de aprobación e indicó seguidamente que era momento de abandonar el gabinete. Los dos esclavos que aguardaban en la penumbra salieron primero y a continuación Parmenio, y los tres se quedaron aguardando a César en el pasillo. Finalmente éste salió también, portando una lámpara en la mano y su estuche en la otra. Al salir, Gabó, que también aguardaba en la entrada, cogió la lámpara que César le tendía y le alumbró con ella mientras aquél cerraba la puerta con llave. Acto seguido todos echaron a andar hacia el atrio, precedidos de Gabó, que con la lámpara en alto iba abriéndose camino en la oscuridad.---. Desde el atrio llegaba un rumor de voces. Se trataba de los clientes de César, que llenaban la estancia y que aguardaban la llegada del patrón; aunque la mayoría debía hacerlo fuera de la casa, a la intemperie. ---. Este era el grupo más o menos fijo de clientes que gozaban de un vínculo más estrecho con el patrón, razón por la que se les permitía aguardar dentro. Por otro lado, ni aunque César hubiera querido, era posible hacer pasar a toda su clientela dentro, siendo muchos más los que se quedaban cada día en la calle. ---. Aunque hacía frío, el atrio sonaba animado, con un rumor que iba in crescendo conforme el grupo barruntaba la llegada de César. Cuando éste apareció por fin, los visitantes prorrumpieron en un efusivo y alegre coro de salutaciones. César respondió al saludo a su vez con un gesto de la mano y dijo algo que no se oyó, en medio de todas aquellas voces. A renglón seguido, conforme se acercaba a los presentes, César su fue dirigiendo de forma más personal a unos y otros, si bien ateniéndose a un protocolo que aligeraba el encuentro. A su lado, Parmenio iba tomando nota de aquellos asuntos que aquél decidía que atendería con más detenimiento en otro momento. ---. Pasado un rato hizo su aparición Calpurnia. César la vio venir del otro extremo del atrio, por donde él mismo había entrado antes, llevando tras de sí a sus esclavas del guardarropa y a su peluquera. Como si temiera llegar tarde, la mujer se apresuró a lo largo del borde de la pileta del impluvium, con la soltura propia de su juventud, ante la mirada expectante de César.---. La mujer no sólo se había vestido ya, sino que además llevaba sobrepuesta su capa azul de cuello de marta, la que su marido le contara que había pertenecido a la esposa de Vercingétorix, el galo. Aquella capa había formado en su momento parte del inmenso botín de guerra que César había obtenido y hecho desfilar ante el atónito pueblo de Roma, cuando celebró su triunfo sobre la Galia. Una vez detraida la parte que César guardó para sí y para pagar a sus soldados, el resto del botín había ido a parar al Tesoro de Roma, en los subterráneos del templo de Saturno. Sin embargo, aquella capa fue también una excepción, pues ahora era de su esposa. Calpurnia se había quedado con ella cuando César la invitó a tomar para sí lo que quisiera de aquel gigantesco montón de oro, donde había joyas que habrían hecho enloquecer de deseo a cualquier mujer. Sin embargo Calpurnia se había conformado con aquella capa. Probablemente porque había sido la capa de una mujer -y por tanto una rival-; "la esposa de un rey", decía ella, al que su marido había vencido y sometido. Aquel montón de oro arrebatado tras años de sangrienta lucha lo demostraba. Y ella tenía ahora la capa de una reina, en tanto que aquel rey había sido desposeido de todo, incluso de su vida, cuando tras ser paseado en triunfo, fue a parar a la mazmorra del Tullianum, donde poco después sería estrangulado y hecho pedazos, que el verdugo hizo desaparecer por la Cloaca Máxima, camino del Tiber.---. La capa tenía capucha, pero Calpurnia llevaba ahora la cabeza al descubierto, con lo que el aire frío de la madrugada le tensaba la piel, de por sí tersa, y ponía color a sus mejillas. La mujer no había querido peinarse aún y llevaba el pelo suelto, moteado de minúsculos copos de nieve, que todavía caían, colándose en la estancia por la abertura del tejado. ---. César, al verla acercarse no pudo por menos que sonreir para sí con una pizca de ternura. Allí venía Calpurnia -se dijo-, con su cabellera roja suelta, desplegada como un estandarte. Un cabello rojo tan raro entre las romanas como habitual en la familia de los Pisones, y del que ella se sentía tan femeninamente orgullosa. ---. Al llegar a su altura, César comprobó que su esposa estaba más tranquila, y puesto que ya se había reunido con los allí presentes, hizo un gesto para indicar a todos que era el momento de la oración a los lares y penates de la casa. De tal manera que en unos segundos se hizo un silencio reverencial mientras César se adelantaba hasta el larario, en que se custodiaba el edículo donde moraban las deidades. Una vez que todo el mundo estuvo ocupando el lugar que le correspondía César comenzó la oración, depositando la ofrenda ritual que un esclavo le tendía. La oración era tan antigua que los presentes la recitaron puramente de memoria, sin comprender lo que decían, incluido el propio César. Una vez cumplido el breve ritual, las voces volvieron a llenar la estancia, más aún cuando a renglón seguido, a una orden de César, se abrió una puerta en el ala izquierda de la casa y los asistentes empezaron a desfilar delante de ella, como era la costumbre, para recoger su correspondiente cestillo conteniendo monedas, amen de otras cosas como pastelillos, pasas, e incluso huevos cocidos. Un agasajo con el que César les agradecía su presencia. Entretanto César y Calpurnia quedaron un instante a solas.---. A César no le sorprendió la petición que le hizo entonces su esposa. Sí, el sueño que había tenido aquella noche podría ser una advertencia, estaba de acuerdo (aunque viniera de una mujer y no de un augur o un arúspice); pero él había consultado los auspicios la noche anterior y no se había encontrado ninguna señal de alarma, nada que advirtiera de un peligro inminente para su persona. Tras consultar las entrañas de un corderillo perfectamente blanco, el arúspice había dictaminado solemnemente que el día siguiente no era nefasto. Claro que en la calle, las pandillas de Clodio y Milón se estaba zurrando de lo lindo, más aún desde que Clodio fuera asesinado por los hombres de Milón, pero César estaba seguro. Al morir Clodio, se había quedado sin el jefe de sus mamporreros, pero él no corría peligro, según los auspicios. Entonces, ¿por qué habría de hacer caso de aquel sueño, aunque viniese de su misma esposa? Calpurnia siempre tenía sueños, era una mujer aprensiva, eso era todo. Lo que ocurría era que se preocupaba excesivamente por él. Esa fue la respuesta que escuchó Calpunia cuando ésta le pidió a su marido que no saliese de casa ese día. Tras lo cual le recalcó que sí lo haría. Para César el problema era que su mujer estaba un poco sola; ¡la probrecita! ¡Qué distinto habría sido todo si hubieran tenido hijos! Entonces ella habría estado suficientemente ocupada y no le daría tantas vueltas a las cosas, le dijo. Y además estaba claro -terminó- que para extremar la prudencia no habría hecho falta contar con los sueños de nadie, pues desde que él había vuelto a Roma la tensión en la ciudad no había hecho más que acrecentarse. Ahí estaba la ignominiosa muerte de Clodio como pieza de muestra. Para esperarse lo peor en una situación así no hacían falta facultades especiales, ¡eso lo veía cualquiera! le espetó. Pero él, ¿qué podía hacer? No era, ni podía comportarse como un cobarde. ---. Lo cierto es que a pesar de acontecimientos como aquél, Cesar no había encontrado una oposición eficaz en sus rivales. Aunque con renuencia, la casta política opuesta a él -la mayor parte de los "boni"-, se había ido plegando a su proceder, en parte porque su tren de vida no resultaba afectado por el momento, y en parte porque César era inmensamente popular entre el populacho. Lo del paso del Rubicón había atizado el miedo al héroe de la Galia y sus huestes, porque nadie quería otro Sila entrando a sangre y fuego en Roma. Lo cual desde luego no fue necesario, pues al enterarse de que César se les venía encima, sus opositores habían huido como ratas, confiando al pobre Pompeyo la dirección de la guerra que se desató a continuación y que perdieron estrepitosamente. Lo que sin duda contribuyó a aumentar más si cabe la popularidad de César entre el pueblo, que en general ya lo adoraba, y que veía en él antes a una víctima de las maquinaciones de un Senado envidioso de su gloria que a un monstruo dispuesto a levantar una nueva Roma a su capricho. ---. Todas estas cosas juntas hacían que sus pares fueran intimamente conscientes de que César estaba por encima de todos ellos. Si aún hubiera quien dudara de que aquel general estuviera a la altura de Pompeyo, aquella guerra puso a cada cual en su sitio, una guerra a la defensiva en la que finalmente Pompeyo, quien se llamaba a sí mismo nada menos que "el Grande", mordió el polvo en Farsalia. ¿Y es que, cómo iban a parar a un hombre que en ocho años se había hecho con las Galias? En realidad nadie pensó nunca seriamente que Pompeyo en su lugar hubiera sido capaz de semajante gesta, al menos en los términos que César la había llevado a cabo; y que no contento con lo cual, encima se había atrevido a desafiar al Canal de la Mancha para encararse con el fin del mundo. Hechos como aquellos estaban a la altura de muy pocos, constituyendo un destino de titanes. Lo único que cabía pensar para consolarse era que nadie ni nada era eterno, y si hasta el mismo Aquiles había tenido un punto vulnerable, César también había de tenerlo. Así que acabar con César no era imposible, y sólo era cuestión de esperar la ocasión y desde luego atreverse a hacerlo.---. Pero con todo, Cesar sentía miedo. Si bien su sentido de la dignidad, así como la de sus cargos, le impedían mostrarlo. De manera que en aquella fría mañana de marzo toda la porfía de su esposa con él por que se quedara en casa sólo podía fracasar. Además, algunos de los allí reunidos habían empezado a fijarse en ellos y César decidió dejar el asunto zanjado, no queriendo dar la impresión de que algo iba mal, por mínima que ésta fuera. Acto seguido, encaró a los presentes y, abriendo los brazos, hizo ademán de dirigirse todos hacia la puerta.---. A una señal de César los esclavos encargados de abrir y cerrar la casa se pusieron a soltar cerraduras y descorrer cerrojos para liberar la hoja de la puerta. En esos instantes César se volvió hacia su esposa y, con un gesto, le pidió que se retirase ya, pues el frío de aquella mañana no podía sentarle bien en absoluto. Calpurnia sostuvo su mirada un instante, pero no opuso resistencia, e hizo ademán de volver sobre sus pasos. No obstante enseguida se paró, quedándose quieta, quizás aguardando a verlo salir.---. Entretanto César, que ya le daba la espalda, chascó los dedos para que los dos esclavos abrieran por fin la hoja de la puerta. Cuando lo hicieron un ráfaga helada se precipitó dentro, y una lluvia de diminutos copos de nieve revoloteó unos instantes sobre los presentes, que empezaron a salir. ---. Calpurnia por su parte había vuelto sobre sus pasos. Se había acercado de nuevo hasta su marido y, tratando una vez más de retenerlo, le susurró que aplazara la sesión. Pero César esta vez no dijo nada, limitándose tan sólo a sonreir y decir "no" con la cabeza. Y a continuación tocó a su mujer en el mentón con la punta de sus dedos y le dijo que a la vuelta le traería una perla nueva. Luego, sin esperar respuesta, se apresuró a salir fuera.---. El frío no intimidaba a César, aunque a los romanos en general éste no les gustaba. Él -romano asimismo- aventajaba a muchos en que había pasado la mayor parte de su vida en la milicia. En consecuencia había vivido muchos inviernos en tierras donde casi ninguno de quienes aguardaban fuera estaría nunca en su vida. Y aquellas eran tierras duras, inhóspitas por lo general, y donde el clima podía matar facilmente a un hombre descuidado o de salud frágil.---. No, César no había olvidado que había sido un soldado. En realidad seguía siéndolo. Tan sólo llevaba unos meses en Roma desde su vuelta de Egipto, donde llegó en persecución de Pompeyo, y ya tenía planes para iniciar una gran campaña en Oriente.---. En Egipto se había encontrado con que Pompeyo había sido asesinado, sin duda alguna esperando agradarle con esta acción. Pero el resultado había sido completamente el contrario. Cuando le mostraron a César la cabeza de Pompeyo, lloró, no sólo porque ningún romano merecía una muerte tan ignominiosa como aquella, sino porque estaba seguro de que, de seguir vivo, Pompeyo habría dejado a un lado su rivalidad e incluso la humillación de Farsalia para unirse a él en aquella nueva empresa. Allí donde Craso había sucumbido por su impericia militar, César quería triunfar imperiosamente. No tanto por su propio prestigio, ni unicamente por lavar el honor romano arrastrado por el polvo en Carras, sino también para liquidar el peligro allí donde el dominio romano resultaba más vulnerable.---. Le sacó de sus pensamientos el griterío que se produjo cuando César traspuso la puerta. Aquellos hombres que aguardaban no eran sus legiones, pero también los necesitaba para apoyarse en ellos y no los podía tener muertos de frío mientras esperaban para darle los buenos días. Así que sin más demora mandó a dos esclavos que aguardaban a unos pasos que acercaran la cesta de monedas que custodiaban junto a la puerta. Estos la trajeron y la depositaron sobre un pedestal de piedra. Entonces César se adelantó, metió la mano en un frío montón de monedas, y empezó a arrojarlas al público a puñados. Al verlas volar por el aire, la gente prorrumpió en expresiones de alborozo, apresurándose a cogerlas, tanto al vuelo como en el suelo, buscándolas entre las piedras, entre la hierba, o hundidas en los charcos. César los miró un rato en silencio, hasta que volviéndose de nuevo a los dos esclavos ordenó que se llevaran la cesta.---. Acto seguido se subió junto con Parmenio a una silla de manos cubierta que les aguardaba y dio orden de ponerse en marcha. Entonces cuatro fornidos esclavos levantaron la silla sobre sus hombros y se formó una comitiva que enfiló camino del Foro.---. Entretanto, las nubes, empujadas por el viento que soplaba a rachas, iban desapareciendo. Cruzaban el cielo sobre la ciudad y, huidizas, se alejaban camino del mar. Había dejado de caer aguanieve y el sol empezaba a lucir timidamente. ---. César, que llevaba la cortinilla abierta, echó un vistazo al barrio de las Carenas, que quedaba a su izquierda. Buscaba con la vista la casa de Cicerón; más que nada para ver si éste se había puesto también en marcha, o si por el contario ni siquiera se había levantado. Probablemente no se le habría adelantado - concluyó César, al no ver ninguna luz. Y es que al viejo Cicerón le gustaba la comodidad. No era como él, un hombre de acción, sino un melindroso que cacareaba de indignación cada vez que el deber -o la prudencia- le habían obligado a estar fuera de Roma y apartado de sus comodidades. Cosa que no era de extrañar, porque Roma le había proporcionado el brillo y el oropel para el que aquel hombre había nacido. En definitiva, concluyó Cesar mientras iba quedando atrás el barrio más chic de la ciudad, Cicerón no era enemigo para él. Aunque, como todos los hombres reblandecidos por los mimos de la vida, tampoco era de fiar. Sin ir más lejos, cuando lo de Catilina, si Cicerón hubiera estado convencido de su implicación en el asunto, desde luego habría pedido también para él la misma suerte que hizo correr a Catilina. Pero no había podido probarse nada y por eso César salió indemne de las veladas insidias que aún así Cicerón había hecho difundir sobre él. Sin lugar a dudas aquel hombre cuidadaba con esmero su figura de guardián y defensor de la República, lo que parecía ser la única cosa que verdaderamente le importaba en la vida.---. La comitiva serpenteó durante un rato por un estrecho dédalo de callejas hasta desembocar en la explanada del Foro. En la plaza flotaba aún una niebla baja que le daba una apariencia fantasmal, casi ultraterrena. A esa hora tan temprana el lugar estaba practicamente desierto. Sin embargo podía distinguirse ya la silueta de otras comitivas, así como de pequeños grupos o de individuos que parecían deambular sin rumbo fijo, perdidos en aquella desolación. Conforme la comitiva de César avanzaba se fueron acercando curiosos, algunos de los cuales se le fueron uniendo, quizá porque no tenían nada mejor que hacer o porque formaban parte de la extensa clientela de César, una de las más numerosas de Roma.---. Cuando la comitiva llegó a la altura del templo de Venus Genetrix, se paró. De la litera descendió entonces César, seguido de Parmenio y dos esclavos, para entrar a continuación en el templo. Aunque éste estaba dedicado a la diosa, lo cierto es que dentro, junto a su estatua, se había erigido también una de Julio César. De tal manera que siendo un caso único en Roma, el de un ciudadano que contara con una estatua suya dentro de un templo, aquello era una especie de reconocimiento tácito de la divinidad de éste último. Pese a lo cual, no dejaba de resultar chocante, ver a Julio César, el hombre, haciendo una visita - y quizás una ofrenda- a Julio, el dios, y encomendándose por tanto a sí mismo antes de seguir su camino. Si bien se supone, eso sí, que ante la mirada aquiescente de una veteranísima diosa romana como era Venus.---. Desde luego era casi una imagen ominosa el que un hombre -al menos un romano- entrara en un templo dedicado a su propia persona; aunque aquello hubiera sido por decisión del pueblo y el Senado romanos y no por la propia voluntad o inciativa del interesado, como César en su caso. Esto no obstante indicaba que algo empezaba a resultar preocupante entre los romanos : cuando un ciudadano empezaba a ser visto como un dios sin serlo. Desde luego con César había cosas que habían empezado a cambiar de forma inquietante.---. Al salir del templo, y cuando César se dirigía con Parmenio de nuevo a la litera, un hombre salido de alguna parte se puso de improviso a la altura de César. Cuando los sorprendidos esclavos quisieron reaccionar el extraño ya estaba junto a César. Éste, que no lo había visto echársele encima y pensando que sería un mendigo o un pedigüeño, le preguntó que qué quería, al tiempo que dirigía una mirada de reproche a sus hombres. Éstos ya le habían puesto la mano encima al hombrecillo y se lo iban a llevar cuando éste acertó a decir : - César, César, escúchame; ¿sabes qué día es hoy? - Naturalmente, los idus de marzo, le respondió éste. ¿Y qué? - Que tengas cuidado,César, tu vida corre peligro.---. César esbozó una sonrisa, y recordó al arúspice, que el día anterior le había pronosticado un día propicio, ajeno a cualquier desgracia para él. Iba a decírselo al hombrecillo, pero se le vinieron a la mente las imágenes de Calpurnia contándole su sueño la noche pasada. Entonces dijo : - Algunos hombres en particular son capaces de doblegar un destino adverso; yo estoy entre ellos. Así que te equivocas ...,¿cómo has dicho que te llamas? Tengo el favor de los dioses y por tanto no hay nada que temer. Pese a lo cual César llevó su mano al cuello otra vez y acarició uno de sus amuletos. Y añadió : - Apártate pues antes de que me enfade; no me molestes más.---. Ante lo cual el hombre se escabulló, antes de que los esclavos tuvieran tiempo de molerlo a palos.---. Tras lo cual César subió de nuevo a la litera seguido de Parmenio, y la comitiva se puso otra vez en marcha. ---. Al cabo de unos minutos pasaron por delante del edificio de la Curia senatorial, donde se reunía el senado. Pero la comitiva no paró aquí, sino que pasó de largo. Pues el ilustre -y vetusto- edificio, construido expresamente para albergar las sesiones del Senado cuando los romanos acabaron con la monarquía estaba en obras. Si la Curia había pasado muchos años aguantando más bien a base de manos de pintura y algún que otro cambio de tejas, lo cierto es que tras el último incendio sufrido, César había decidido que necesitaba una restauración a fondo. Quizás los disturbios que asolaban las calles en aquellos días de agitación, si bien indeseables, le habían hecho un favor al venerable edificio. ---. En consecuencia la sesión de ése día iba a tener lugar lejos del Foro, en la Curia de Pompeyo, como ultimamente era habitual. Ésta se encontraba en las afueras de la ciudad, la cual ya había rebasado la muralla serviana por diversos puntos y empezaba a extenderse fuera del antiguo pomerium. El mismo Pompeyo se había hecho construir su nueva casa en aquellos terrenos - amén de un teatro para la ciudad-; casa que por cierto se comunicaba con el edificio de la Curia a través de un estrecho pasadizo. ---. De esta manera, el Campo de Marte se reducía cada día más, pues Roma se hacía cada vez más grande, lo mismo que su imperio.---. Poco amigos de la ostentación como eran los romanos en general, lo cierto es que quizás sólo aquel pórtico y aquella curia de Pompeyo resultaban a la altura de la dignidad de aquellos padres de la patria para albergarlos en sus sesiones. Porque no iba ser cuestión -argumentaban muchos- de reunirse en cualquier sitio; en las tabernas, póngase por caso; o en la mismísima calle, como si fueran un simple hato de escolares con su maestro.---. Aquel pórtico además se había hecho popular, pues resultaba un lugar agradable en verano, por su frescura que mitigaba los rigores de la implacable canícula romana. No obstante lo cual en invierno se hacía más bien antipático, también precisamente por su cercanía al río, pues rezumaba humedad.---. Así que a los senadores les hacía poca gracia el lugar en días como aquél. Con ser regalo de Pompeyo a la ciudad y todo. Aunque, para consolarse pensaban también que algún uso serio tenía que tener aquella estructura monumental. Además, si Pompeyo se había podido permitir un dispendio semejante como aquel capricho, ¿cuál no habría sido su fortuna personal?, comentaban entre sí los honorables padres conscriptos. Una fortuna que aquel picentino debía a Roma, como tantos advenedizos. Porque, ¿qué habría sido de un paleto como él, un galo a fin de cuentas, sin Roma en su carrera, en su horizonte personal? Era incuestionable pues que Pompeyo devolviera algo a aquella patria que tanto le había dado.---. Decían cosas como ésta y más, al tiempo que les costaba admitir lo que Roma a su vez debía a Pompeyo; como que por mucho tiempo Pompeyo había sido el único hombre capaz de oponerse efectivamente a la ambición de César. Por lo cual, aunque fuera a regañadientes, se le echaba de menos ahora que estaba muerto. ---. El edificio quedaba ya a la vista, alzándose por encima de algunos tejados, cuando César, dentro de la litera, dejó escapar inesperadamente un suspiro. Parmenio le dirigió una mirada interrogante. Entonces César se acarició suavemente el vientre. Tenía retortijones. Ya le había pasado a primera hora, cuando se levantó. De hecho había tardado más de lo habitual en la letrina. Se había querido olvidar del asunto; pero las tripas se mostraban testarudas y se dejaban oir.---. César carraspeó un poco para ahogar el quejido del vientre y recordó que en Egipto era donde había comenzado aquello. Se arrellanó más en su cojín, y de repente quedó atrapado por los recuerdos. Inútil tratar de ignorarlos, pensó, ni aunque te llames César. Los recuerdos -continuó- son los dueños de sí mismos y su privilegio es poder irrumpir a capricho en la mente de los hombres. Aquel cojín mismamente; se lo había regalado Cleopatra, junto con un esclavo encargado del mismo. Aunque el esclavo, un negro nubio que no había conocido más que el sol en su vida, se había muerto de una pulmonía al poco de llegar a Roma, y César lo había tenido que cambir por otro, un sirio cojo que apenas sí servía para otra cosa.---. Afortunadamente, el tímido sol ya se elevaba sobre las alturas del Viminal y le daba ahora a César en la cara, lo que le reconfortó un poco. Hasta le entraron ganas de salir de la litera. Pero de haberlo hecho, la gente que se iba juntando al paso de la comitiva se habría arremolinado en torno a él y habría acabado por hacer el recorrido interminable. Estaba claro que la popularidad, si bien era una aspiración de todo político, a menudo acababa por convertirse en un estorbo. Y César era popular, muy popular. De hecho, con ser miembro de una familia patricia como pocas, era sin embargo el líder de los populares romanos y no de los aristocráticos "boni" ("los buenos") como habría sido lo lógico. ---. Así que, de haber podido -pensó- se hubiera bajado de la litera y habría echado una carrera en ese mismo instante hasta su antiguo barrio. Y siguió fantaseando : Sí, subiría la Suburra arriba, hasta el lugar donde vivió en su niñez; en la planta baja de aquella ínsula que ya no existía y donde ahora no había más que un puñado de apretadas carcasas de madera, en que se amontonaba una plebe heterogénea, maloliente y hambrienta; en definitiva, orgullosamente romana, como él. Una miseria en fin, que había sido el oro de Craso y que éste había perdido definitivamente con su ominosa muerte en su campaña de Oriente. Incluso su hijo había perecido con él, con lo que nadie quedó para heredar su monumental fortuna de especulador sin escrúpulos.---."¡Lástima!", pensó César, y se arrellanó un poco en su cojín, que seguía oliendo intensamente a sándalo. Lo que le transportó a los días de Egipto. Pensó en Cleopatra, a quien por cierto le debía una visita. "Tú eres Amón-Ra ahora", le parecía estar oyéndo. La joven - casi podía verla- tenía la cabeza apoyada junto a él justo en aquel cojín, una mañana de cielo azul purísimo, mientras se deslizaban en la barcaza real aguas abajo del gran río.---. César no había podido contener la risa ante aquella estrepitosa ocurrencia, pero había optado por no contradecir a aquella mujer, casi una muchacha, que era reina y faraona. En su lugar sostenía su mirada, divertido por la ocurrencia. Una mirada de ojos refulgentes, que tenía fijos en los de él, en su cara patricia, de la que estaba prendada. "Ahí fuera -había seguido la joven, al tiempo que señalaba con su brazo extendido y repleto de ajorcas tintineantes- todos lo creen así. ¡Y eso es lo que importa!, había rematado finalmente, en tando se incorporaba a medias. "-Ya, pero eso es mentira, una mentira ..., ¡como un templo, jajaja!- le había respondido él, incapaz de tomarla en serio. - ¡Da igual!, dijo ella, sin ninguna intención de darse por vencida; lo importante es que ellos -y la chica volvía señalar fuera- se lo crean!"---.¡Aquella mujer!..., pensó mientras recorría con la vista su antiguo barrio. Lo cierto es que César había visto un gran potencial en aquel personaje de cuerpo menudo e ingenio agudo. Desde luego, por muy reina que fuera, ¡la muy farsante!, también sabía que ahora era en Roma donde residían los dioses ..., los dioses del momento. Egipto era historia pasada, la antigüedad. Egipto tenía pues que engancharse al carro de los dueños del mundo si quería sobrevivir. Porque ya no era más que un recuerdo, un rescoldo, el pasado en definitiva. No obstante lo cual César le adivinaba todavía un papel de peso. No se le podía dejar de lado por completo; pues contemplando sus inmensos campos de cultivo, Cesar comprendió que a no tardar mucho Egipto podría ser la despensa de Roma, o cuando menos su granero, como en aquellos días todavía lo era Sicilia. Y si toda una reina -¡y además faraona!- había recurrido al truco de hacerse envolver en una alfombra para llegar hasta él; ¿no era pues cuestión de seguirle la corriente? Quizás el destino se empeñaba en que Roma y Egipto caminaran juntos en lo sucesivo.---. Así pues, César había comprendido entonces que amarrar Egipto a su persona sería una acto conveniente. Un acto que mostraba al mundo el poder de Roma, pero también el de su dueño, o sea, él. Porque él era ahora el amo de Roma. Aunque ser el amo de Roma fuera una expresión un poco indefinida (y por tanto ideal) ¿Podría llegar él a ser rey también?---.En cualquier caso la naturaleza había jugado su baza y Cleopatra había tenido un hijo de él. Le había puesto de nombre Cesarión. Lo que sin duda había formado parte de las astucias de aquella mujer para la consecución de sus planes. Lástima que él, -no necesitaba preguntárselo dos veces-, no amaba a aquella mujer ni al niño tampoco; por más que le pesara. Difícilmente podría representar aquel pequeño la unión de Roma y Egipto en un futuro trono común, si eso es con lo que soñaba la fogosa reina.---. Así que apenas había visto al niño desde que naciera. Lo suficiente no obstante para constatar que era un niño común y por tanto de poco valor como para trazar planes de futuro pensando en él.---. Y ahora ambos, madre e hijo, llevaban unos meses en Roma, y nadie sabía a ciencia cierta si Cleopatra había recibido su visita, aunque fuera de cortesía. Lo cual por otra parte no podía airearse así como así. No se podía proceder a la ligera, pues al pueblo romano seguramente no le gustaría saber de aquel capricho de César. Porque César podía ser "el marido de todas las romanas" como el populacho berreaba en las tabernas; pero sucumbir a los encantos de una egipcia, por muy reina y ptolomea que fuera, era casi un insulto. Claro que el pueblo normalmente ignoraba por completo las exigencias de la alta política.---. Por fin la comitiva tenía delante el edificio de Pompeyo. Con la aparatosa columnata del patio en primer lugar, toda pintada en azul y oro, muy al estilo un poco hortera de su donante. Un conjunto recubierto enteramente de mármoles raros, hechos traer de muy lejos, y que refulgía como el bronce de un espejo cuando algún rayo del sol entre las nubes le daba de frente.---. Dentro de la silla, César se removió incómodo de nuevo y miró un momento a su secretario con expresión de desamparo. Quería, - o necesitaba más bien- ir a la letrina. Con lo cual, aunque el motivo fuera de índole estrictamente privada, alrededor de la litera pronto se supo lo que ocurría y por qué habían mandado parar. Pues la comitiva se desviaba ahora de forma inesperada a la derecha, enfilando el clivus Latrinarius, que se llamaba así por contar con una letrina pendiente arriba.---. César tenía algo de diarrea. Antes de manchar el taparrabos bajo la toga, ¡o hasta el propio cojín de Cleopatra, quién sabe! en una sesión que se preveía larga, era mejor probar a vaciar el vientre en aquella letrina tan a mano.---. Así pues se trata de un desvío imprevisto de la ruta; una incidencia que no sólo iba a retrasar la llegada de César a la sesión -tan fastidiosamente puntual él siempre-, sino que suponía además un riesgo añadido a los habituales en los últimos tiempos. Pues la hostilidad contra César de una parte importante del Senado ha ido haciéndose casi angustiosa y César ya no está del todo seguro en ninguna parte.---. Y esto porque César manda en Roma. Según sus enemigos, César esta reorganizando a su capricho la república, sin contar con nadie más. Poco importa si ésta se había ido revelando cada vez menos eficaz para regir un imperio creciente que exigía nuevas formas de gobierno.---. A pesar de lo cual a día de hoy todos acatan; aunque sea a regañadientes. ¡Que humillación!; porque "aquí nadie es más que nadie", se dicen unos a otros los senadores como tratando de convencerse mutuamente de algo de lo que no están seguros. Pero al mismo tiempo César se había hecho conceder un nuevo consulado; y esta vez vitalicio. "Ya no habrá más alternancia, sólo contará lo que César disponga", se murmura en los corros de los descontentos. "Los demás nos pudriremos con nuestras carreras taponadas para siempre. César lo es todo ya, lo abarca todo. Como un sátrapa oriental. Sólo le falta proclamarse rey; ¿es que vamos a quedarnos de brazos cruzados?"---. Claro que César es tan listo como ambicioso. En todo momento se ha cuidado bien de mantenerse a prudente distancia de las tentaciones. Y en consecuencia siempre ha rechazado todo honor innecesario; ni hace caso de los halagos, tanto los sinceros como los malintencionados. Sin ir más lejos, ¿es que nadie se acuerda cómo rechazó en los últimos juegos aquella diadema que querían colocarle en la cabeza; así, como en broma? Dijo "no" y la arrojó lejos de él. Luego, Marco Antonio, su primo loco, la recogió y la depositó a sus pies, a ver qué hacía de nuevo. Y como César no se diera por aludido, probando una vez más se la ofreció, al tiempo que le decía : - Roma te pide que la aceptes, ¿no los oyes? Y mientras trataba de colocársela en la cabeza. Pero César la apartó de un manotazo. De acuerdo, quizá fuera un gesto un poco exagerado, teatral; pero al gentío no le pasó inadvertido y le gustó la reacción de César. Y es que el populacho ama el teatro.---. Así pues el pueblo confiaba en César; es más, el pueblo -se vio claro ese día-, adoraba a César. Como si fuera su rey, un rey bueno, por supuesto. Aunque el pueblo de Roma lo cierto es que no quiere saber nada de reyes; o al menos detesta esa palabra.---. Sentado ahora en la letrina, César dicta una carta al rey de los partos. Al mismo tiempo no deja de darle vueltas la tentación, cada vez más ruidosa, en la cabeza : "Sea una posibilidad o no la de dejar que a uno lo proclamen rey, lo importante son los hechos. Conviene que quede claro a los romanos que en el fondo, César es un ciudadano como ellos. ¿No está la prueba en el hecho de estar aquí sentado ahora?", piensa. A la izquierda se ha sentado Urbano; a su derecha Norbano, y detrás ...; ¡por Júpiter!,¡ detrás nada, nunca nada ni nadie a la espalda, sólo y exclusivamente la pared!, bromea César consigo mismo. Hasta que finalmente se apoya contra ésta, ya aliviado, tapando con ello la sonrisa desdentada del dios Sterculus de la mierda, un sátiro que el tiempo y la humedad han ido borrando de la pared.---. Junto a la puerta dos esclavos entretanto aguardan para volver a colocarle la toga. "Si sólo hubiera sido un simple mear...", se dice César mientras resuena el petardeo que acompaña a las últimas descargas. Hasta que por fin éstas parecen ceder . "Ya casi..., sólo aire", musita por fin; y sonríe de alivio.---. Finalmente César termina y al cabo de unos minutos aparece de nuevo en la puerta de la letrina. Estalla una ovación entre los que aguardan, mientras le abren paso. El aire levanta unos mechones de fino pelo rubio; que César hace volver a su sitio y sujeta seguidamente con gran destreza con su corona de hojas de laurel fundida en oro. Una corona a la que tiene derecho de uso permanente. César tuerce un poco el gesto al tiempo que se dice : "César tiene el poder, a César muchos lo consideran casi un dios; y sin embargo César nada ha podido hacer para remediar su calvicie, excepto tomar una determinación tan chapucera como la de hacerse votar por el Senado el derecho a llevar todo el tiempo esta corona en la cabeza. Para ocultar su falta de pelo ... ¿Qué clase de dios puede ser éste? ¿Y cómo pueden pensar que estoy planeando de verdad hacerme rey? Los faraones egipcios (y ahora sus sucesores ptolomeos, Cleopatra incluida) se ocultaban para cagar. Lo hacían estrictamente a solas. Tampoco los veía nadie comer jamás. ¡Porque un dios no está sujeto a tales servidumbres! Y ellos, jajaja, tenían que hacerlo creer a su gente. Pero César va y caga donde a saber qué romano se ha sentado antes que él. ¿Qué clase no ya de dios, sino incluso de rey puede ser éste?"---. La comitiva ha reiniciado la marcha y ya estaba a punto de entrar en el recinto porticado cuando atrás, a no mucha distancia, se ha formado un ligero revuelo. César estira un poco el cuello y ve que se trata de Bruto. Venía muy deprisa, casi corriendo, con su gente detrás tratando de no perderle el paso. Al llegar a la altura de César se detiene y le saluda. -¡ Buf, me he dormido!, dice, como disculpándose. - Bueno, hay mucha gente en el patio, al sol; todavía no hemos empezado, le responde César. Veo que vas mal de fuelle. Párate un momento a mi lado hasta que recuperes el aliento. Pero Bruto no quiere que César note su nerviosismo. Pues, si bien con desgana, forma parte de una conspiración. És más, él es, junto con su amigo y cuñado Casio quienes la encabezan. Aunque la verdad es que no quería tener nada que ver con una asunto tan feo. Lo que hizo que Porcia, ¡digna hija de Catón! le apretara los huevos un día sí y otro también hasta que el pobre dijo basta. "-¡Vale, vale, lo haré; pero no me atormentes más!" le dijo cuando acabó por claudicar. Y Porcia, como para asegurarse del todo de su compromiso había echado mano del tema de su madre. "Recuerda lo que le hizo a tu madre; por no hablar de mi padre", le decía cuando lo veía indeciso. Y finalmente, esa misma mañana, cuando salía de casa camino de la Curia, aún le espetó : -¡Piensa en tu madre, cagón!---. Aunque Bruto apenas pensaba en su madre, pues Servilia nunca había querido a su hijo y él lo percibía perfectamente. Quizá porque si lo hubiera tenido con César habría sido, habría sido ...¡buf!, al menos un consuelo para su soledad de amante abandonada. "Y va y tiene un hijo con esa cobra egipcia", se repite a menudo la pobre mujer, al tiempo que clava una aguja en un ovillo de lana que tiene en el regazo.---. -¿Cómo está tu madre?, le va a preguntar César a Bruto; pero éste ya no puede oirle porque ha echado a correr de nuevo. César se encoge de hombros y se vuelve a Parmenio : -Vamos -le dice-, no les hagamos esperar.---. César y su gente atraviesan ahora el patio circunvalado por la columnata en medio del run-run de los corrillos. El sol ha empezado a calentar y César se va sintiendo más animado. Se pone a tararear una cancioncilla militar.---. Finalmente llega a las escaleras que conducen a la Curia y las sube, con Parmenio detrás. Están recuperando los dos hombres el aliento arriba cuando se percatan de un nuevo alboroto detrás de ellos. Hay confusión, se producen empujones, forcejeos. Alguien grita : - ¡César, César! Y César se gira cuando ya caen sobre un hombrecillo las manazas de los guardaespaldas. Esta vez han andado más l

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I got printed the cold light of a March morning in the high land of Castile. Here is a proper way for an artist to say that he was born in a village. Spain, province of Soria; have you ever heard of this ?.


I lived there for a few years. Then, followoging life´s whimsical will I finally landed in Madrid. In this city have I my present and, hopefully, definitive abode.


As an artist I haven´t gone through any particular, or academical learning. I mean, to the point to get...

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