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Hay pinturas y dibujos que alientan un recuerdo, iluminan un espacio íntimo o la sensualidad de un cuerpo; a veces, parecen espejos del mundo, de sus cosas y sus habitantes. Así puede entenderse el señero realismo de Man Yu: una representación de lo que está allá afuera, entre las cosas, con los demás. El color y la línea se presentan, en cada obra, como los personajes del teatro o los del cine: imitan gestos o se asemejan a lo real, merced a la perspectiva o al gusto de la pintora. A eso puede llamársele estilo; y es una pertenencia esencial. Ella lo sabe o lo intuye hondamente. En sus cuadros, el estilo revela su técnica y una intención de la memoria: evocar aquel rostro, un cuerpo o un perfil.
De soslayo –en el espejo de su obra– Man Yu permite que se aprecien pinceladas de su personalidad. Sabemos que está enamorada de la precisión. Y sabemos que, si bien la apasiona el detalle, sus propósitos trascienden los del copista y los que otrora alentaron a los hiperrealistas. Sobre todo, sabemos que en su fascinación hay algo poderoso y sincero. Pero, además, hay algo ajeno que ella busca. Es el otro. Aquel que ella ha pintado; o quizá ese que mira su trabajo y lo valora. Una novela publicada también escapa de su hacedor y pasa a ser legado de todos. La obra terminada se parece en eso a los hijos. Y así la tomamos cual centro de significación; una fuente para el diálogo. Man Yu lo sabe. Por eso se advierte magia en su arte. Más que el producto de una vocación realista, este legado procede de la virtud y la pasión
—Álvaro Zamora
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