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Supongamos la premonición de la muerte: sus contornos vítreos, su mirada azul. Pongamos que sus limosnas gastadas, agónicas de tan repetidas, esos gritos que aburren de tan despeñados, aquellos húmeros grises, centinelas de otros extravíos, tienen algún sentido: un giro después de mil, que regresa, eterno, cíclico, destinal, efímero de tan usado. Estimemos, tras sus huesos mohosos, flores podridas, cráneos abiertos para el embrujo, quede algún átomo con vida, alguna aura descarriada. Entonces esos signos crípticos son huecos a la inmortalidad y el barrunto de la muerte es la intuición de otra luz. Podemos asumir que no somos mortales. Pero la verdad sin suposiciones es que somos una manada de egoístas.
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