La literatura y los vapores etílicos se enmarañan, se mezclan, se combinan; deforman la vista pero aclaran la mente para quien beber supone de antemano, un aval de belleza, poesía y noche.
Una buena dosis de alcohol y un tintero, simbiosis magnifica para desnudar las apariencias sociales, no encontrando límite alguno para volar de unos dedos a la pluma que deja las huellas de su baile trágico y erótico sobre una hoja en blanco.
Los mejores cerebros literarios del siglo XX han estado entumecidos por las borracheras; generaciones de escritores se han hundido y acabado en mares de alcohol cuna de talento y creatividad. Estremece repasar la lista de damnificados.
Lejos de la realidad ficticia de sus obras, sus historias son terribles y no encierran ningún romanticismo, Historias patéticas llenas de dolor y destrucción; Edgard Allan Poe sintiendo que le devoraban los insectos. Truman Capote, Juan Rulfo, Dostoyevski y el mismo Hemingway no quisieron resistirse a los placeres que el buen Dionisio les ofreció, sabiendo que si hubieran controlado sus impulsos no pasarían a la historia como creadores, sino que serían santos.
Bien lo describió Fitzgerald en su diario, en una anotación en la que habla de sí mismo en tercera persona: “Cuando alguien empieza a interesarse por él y a hacerle caso, vierte la sopa sobre la espalda de su anfitriona, besa a la criada y se desmaya en la caseta del perro. Lo hace con demasiada frecuencia. Se ha pasado tanto que ya no le queda nadie”.
Alguien me contó alguna noche en una plática de bar (también los fotógrafos requerimos a veces nuestra dosis de inspiración) una anécdota al respecto que no se si sea verdadera pero que motivó estas fotografías…
“Una importante editorial buscaba un buen escritor, innovador y creativo, el único requisito para ocupar el puesto era no ser un bohemio empedernido. No supe si se presentó alguno, pero si lo hizo…seguramente mentía”
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