Uno de los pintores americanos más destacados del siglo XIX es Winslow Homer. Maestro en recoger la bravura del mar y la vida ligada a él en vibrantes composiciones a las que aplicaba su cada vez más sofisticada comprensión de la luz y el color.
Winslow Homer (Boston, 1836- Prouts Neck, 1910) inició su carrera artística como ilustrador. En 1859, comenzó a colaborar en la revista gráfica Harper’s Weekly, para la cual haría de corresponsal en Virginia durante la Guerra Civil. Artista autodidacta, su formación pictórica se limitó a algunas clases de pintura del natural en la Academia Nacional de Diseño y a aquello que pudo aprender en los meses que estuvo en París, a finales de 1866. Un viaje que seguramente había emprendido con motivo de la exhibición de dos de sus trabajos de la Guerra en la Exposición Universal. Allí, se interesó por el arte francés del momento incorporando a sus obras luz natural y una pincelada más libre. También aceptó cierta influencia del japonés en cuanto a la simplicidad de planos y formas.
Sus lienzos de esta época tratan sobre todo de escenas ociosas de la cultura popular americana. Nada que ver con la pintura trascendente, de meditación acerca de la naturaleza y su relación con el hombre, que le llevarían a convertirse en uno de los artistas americanos más sobresalientes del siglo XIX. Durante esa primera etapa, vivió en Nueva York. Sin embargo, el ritmo de vida frenético de la ciudad no le convencía. Buscaba la soledad con anhelo y, para evadirse, solía visitar las montañas de Adirondacks, a las fueras.
En 1881, volvió al Viejo Continente. Esta vez el destino fue Cullercoats, un pueblo pesquero situado en la costa del Mar del Norte, en Inglaterra, donde permaneció hasta finales de 1882. La vida agotadora y el carácter valiente de sus habitantes le cautivaron y así lo reflejó en su pintura. En especial, sus mujeres, a las que representaba transportando y limpiando el pescado, arreglando redes y, con un tono más conmovedor, de pie en la orilla esperando la llegada de los hombres.
Cuando regresó a Estados Unidos ya nada sería igual. La experiencia inglesa le había dado un nueva intensidad a su arte. Más que nunca su virtuosa pincelada se llenó de sentimiento y de toques de abstracción que pretendían expresar la profundidad del océano. Fijó su última residencia cerca del mar, en Prouts Neck, Maine, una península diez millas al sur de Portland, y realizó numerosos viajes a Canadá, Florida y el Caribe.
Disfrutaba de la intimidad y el silencio para pintar los grandes temas de su obra, basados en la lucha del ser humano con la naturaleza. Con particular atención al peligro y la violencia de los fenómenos atmosféricos adversos, por los cuales sentía verdadera fascinación. Cultivó con gran maestría tanto el óleo como la acuarela, que trabajaba con carboncillo, grafito y marfil para conseguir una mayor viveza.
Sus creaciones más ambiciosas llegaron a partir de la década de 1880, en las que se entrega a la fuerza, el drama y la belleza del mar. En ellas, el hombre reta el poder del océano con su inteligencia y amparándose en la tecnología. Pero no siempre ganaba la batalla y, entonces, se producían esas trágicas escenas de rescate que tanto le atraían. Como legado, Winslow Homer dejó extraordinarios paisajes marinos, ricos en texturas y acción, que capturan la apariencia, e incluso sugieren el sonido, de las masas de agua cuando rompen y en su retroceso.
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