Un oasis vanguardista en la ciudad más vintage de Europa: el Museo Guggenheim de Venecia es un centro de obligada visita para todo el amante del arte que se encuentre en la ciudad italiana y empiece a sentir los primeros síntomas de sobredosis veneciana. Porque hay vida más allá de Tintoretto y Tiziano, de los palacios y la bruma de los canales: Magritte, Pollock, Rothko o Calder también encontraron su sitio en Venecia de la mano de Peggy Guggenheim, hija de Benjamin —fallecido en el Titanic— y sobrina de Solomon R., creador de la Fundación.
Tras vivir a caballo entre Estados Unidos y Europa, Peggy decide establecerse en Venecia tras la II Guerra Mundial. Después de mostrar su colección en la ciudad en la Bienal de 1948 llega a la conclusión de que necesita un espacio permanente que sirva como exposición de parte de su jugosa compilación de obras maestras de arte contemporáneo.
Por dinero no iba a ser así que tiró de chequera y adquirió uno de los palacios más curiosos del Gran Canal: el Palacio Venier dei Leoni, un edificio que se empezó a construir a mediados del XVIII y que nunca llegó a concluirse debido a problemas financieros de la familia propietaria. Peggy soltó 60 de los grandes y se hizo con el palacio que pasaría a ser sede de su colección en Europa, su casa… y la de sus perros.
De hecho, dicen que eligió el palacio no tanto por su aspecto —desde el Gran Canal palidece ante algunos gigantes vecinos como la iglesia de Santa Maria de la Salute—, sino por su amplio jardín ideal para su corte de canes: en el jardín está enterrada la propia Peggy juntos a sus “14 bebés”: Cappuccino, Pegeen, Peacock, Toro, Floglia, Madame Butterfly, Baby, Emily, White Angel, Sir Herbert, Sable, Gypsi, Hong Kong y Celida.
La historia de la mega excéntrica coleccionista neoyorquina es, no cabe duda, uno de los principales estímulos de una visita al Museo Guggenheim de Venecia, pero hemos venido a ver arte, ¿no? Y de eso la colección Peggy Guggenheim va sobrada. En el comedor del palacio, por ejemplo, cuelgan dos de las obras más queridas —y valiosas— de la coleccionista: El Poeta de Picasso o Clarinete de Braque.
Pero el museo nos sirve para profundizar en la vida y milagros de algunos de los artistas más importantes del siglo XX. Rene Magritte, por ejemplo, es uno de los artistas mejor representados en la colección. Del autor francés podemos ver obras tan importantes como Voces del espacio o El imperio de la luz.
También destaca Max Ernst con su impresionante La Toilette de la mariée de 1940. Kandinsky, Rothko, Pollock son otros de los tótems del arte de vanguardia del pasado siglo que encontramos en las salas de la antigua residencia de Peggy Guggenheim. Y en el jardín, además de las tumbas de los perros y su dueña, tenemos una interesante colección de esculturas entre las que destacan piezas de Calder, Giacometti o Henry Moore.
Se trata de una visita deliciosa en una ciudad de ensueño. El museo es lo suficientemente acogedor para no saturarse de obras maestras. El jardín no solo cuenta con grandes piezas escultóricas, sino que permite un descanso al visitante, un oasis verde en la ciudad del agua. Y la terraza que da al Gran Canal, con la escultura de Marino Marini, ofrece maravillosas panorámicas de la ciudad que enamoró a Peggy Guggenhein y a (casi) todos sus visitantes.
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