Las ventanas tienen algo que nos magnetiza. Las ventanas nos llevan una y otra vez a ellas. Las cerramos, las abrimos, llenamos las estancias con su flujo constante de luz variable. Ventilamos las noches perdidas a través de las ventanas. Las de una habitación con vistas. Las ciegas hacia nuestros patios interiores. La fascinación por las ventanas es un tema recurrente en la obra pictórica, especialmente la asociada con la mujer y el estudio de su psicología. Si nos acercamos a esta y analizamos su evolución a lo largo de los últimos siglos, podemos encontrar un testimonio impagable de la transformación sociocultural de la mujer.
Durante la larga secuencia de los siglos dominados por el clasicismo, la iconografía femenina respecto a la ventana estaba impregnada, como resulta obvio, por las continuas referencias mitológicas y religiosas que, unidas al encorsetamiento propio de la propaganda de las monarquías y Estados, daba poco espacio a la exploración psíquica. Así, entre las primeras representaciones en este sentido, destacan las Anunciaciones del Renacimiento italiano, como las de Fra Angelico, las de Filippino Lippi o Lorenzo di Credi. En ellas, la ventana es más una excusa para jugar con las iluminaciones de la escena, y la mujer no parece mostrar ninguna inquietud hacia ella.
Ya en la pintura flamenca del siglo XVII seguimos encontrando ese acercamiento de la mujer a la ventana como un símbolo de su contención, de su castidad y de su pureza. Así sucede en obras como la de Rogier van der Weyden, que evolucionaran dando paso a representaciones como Militar y muchacha riendo (hacia 1658) de Johannes Vermeer, o Madre e hija pelando manzanas (hacia 1663), de Pieter Hooch. Lo que parecía un elemento más del decorado torna en un componente de separación respecto al exterior, donde la cotidianidad de la labor doméstica de la mujer adquiere matices intimistas y reflexivos que se desarrollarán más tarde con Chardin, Bonnard o el propio Matisse.
Pero no será hasta el primer cuarto de siglo XIX, y especialmente a través de la obra de Friedrich, Mujer mirando por la ventana de su estudio (1822), cuando la iconografía de la mujer y su comunicación con el exterior, más allá de las paredes, se convierta en temática tradicional en el estudio artístico. La obra, con los elementos propios del romanticismo, conlleva como novedad la de levantar a la figura femenina de su espacio confortable de letargo e introspección, para enfrentarla directamente y de cara con el exterior. A través de su cuidada composición geométrica de ángulos rectos, los puntos de fuga nos empujan hacia el exterior, donde el mástil del velero bien podría simbolizar la idea de tránsito y exploración. Incluso las arrugas y el colorido del traje de la protagonista parecen arrastrarnos a un deseo de escapar.
Así pues, el siglo XIX despierta a la mujer de su imagen virginal y monacal clásica, también de la tradicional visión como protagonista reducida a las ocupaciones domésticas de los siglos XVII y XVIII, invitándola a conocer y descubrir el misterio que encierra el exterior, a través de lo que siempre había estado ahí: las ventanas. El tema volverá a ser tratado una y otra vez incluso por los movimientos vanguardistas, sin ir más lejos por Salvador Dalí quien, en 1925, también dejó su particular visión de la sorprendente independencia y evasión que se produce cuando una mujer se asoma al mundo desde la ventana, con su obra Muchacha en la ventana. Llegará después el siglo XX y la modernidad habrá satisfecho en buena medida los deseos de exploración. La mujer habrá de afrontar el verdadero enigma de las ventanas: tanto ahí fuera como aquí dentro, seguimos encerrados, como en un cuadro de Edward Hooper, entre la soledad de nosotros mismos. Escribía Cavafis, y a pesar de las ventanas: “Sin darme cuenta, me han encerrado fuera del mundo”.
Comentarios recientes