Es la hora. Han abierto las puertas. Hemos esperado pacientemente nuestro turno, mayor o menor en medida de la mediatización de los artistas expuestos, en medida también de la relevancia turística del museo o la galería. Pues bien, conscientes de nuestra espera y nuestro camino, al fin estamos allí. Estamos dentro. Las obras nos esperan ansiosas por despertarnos impresiones. En cambio, ¿cómo han llegado ellas? ¿qué viaje han seguido, en algunos casos incluso a través de siglos, para presentarse allí ante nosotros? ¿en qué condiciones han sobrevivido? ¿por qué están donde están?
En el mundo del arte nada tiene tanto gancho para el público como las exposiciones. En la actualidad, éstas han ido caracterizándose cada vez más por su temporalidad. En un intento de convertirlas en un acontecimiento único y espectacular, dentro de una sociedad ansiosa por la novedad, ávida de urgencia y de consumo, los museos, desde el más suntuoso hasta el más modesto, han reconvertido buena parte de sus espacios en exhibiciones temporales para sobrevivir. Dicha posibilidad, en la que el arte se acerca al espectador ya que Mahoma no tiene previsto viajar a la montaña, es uno de los motivos de la eclosión de las exposiciones como fenómeno de masas. Como apuntaba Walter Benjamin: «acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales».
Bien es conocido que los museos e instituciones artísticas más importantes, ya sea en su circuito principal, Nueva York-Frankfurt-Tokio; o entre las capitales europeas con mayor tradición artística, París, Londres, Madrid, Barcelona…, ejercen intercambios constantes cediéndose periódicamente parte de su fondo. No obstante, como decimos, este flujo no sólo sucede a gran escala sino que es ya una práctica generalizada incluso entre instituciones y exposiciones locales. De lo cual se deduce que no sólo el mantenimiento sino también la logística y distribución de las obras de arte se haya convertido en nuestros días en un problemática a tener muy en cuenta por los profesionales del ámbito.
En este sentido, es importante atender a la exigencias mínimas en las condiciones técnicas en el que debería desarrollarse una exposición, ya sea en cuanto a climatización, iluminación o seguridad. Es indiscutible que los traslados y el carácter masivo de las exposiciones disparan el riesgo físico de una obra, de ahí que los seguros requeridos sean cada vez más altos, y las reticencias que de ello se desprenden. Este hecho hace replantear lo de adecuado de la proliferación en la exhibición de las colecciones históricas, muy a pesar del valor como función divulgativa de los museos. A este respecto hay que destacar además el hecho de que las grandes exposiciones estén siendo sustituidas por muestras «de cámara», las cuales permiten recrear importantes piezas de la colección con pocas, pero muy significativas, obras prestadas, con lo que el flujo de público en los museos sigue manteniéndose.
Como ejemplo de las meticulosas condiciones necesarias para una exposición, mencionemos los requisitos ideales de iluminación máxima recomendada. Para la luz, los valores se situarían en 150 lux (180.000 lux/hora por año) en pinturas, y 50 lux (120.000 lux/hora por año) para obra sobre papel y objetos sensibles. Recordemos en este punto que tomamos por lux a la unidad de medida de la iluminancia que equivale a un lumen por metro cuadrado. Por otra parte, los niveles del termohidrógrafo deberían de situarse entre los valores de 18 y 60 por ciento de humedad relativa.
Aun sin perder de vista la importancia de las condiciones técnicas ambientales para el mantenimiento, también resulta de especial relevancia, casi decisivo, el espacio que se destina a una obra dentro de la galería o museo. Ya las dimensiones físicas del objeto expuesto determinan las condiciones espaciales mínimas para su exhibición. En ocasiones, sobre todo en nuestro arte contemporáneo, son los propios artistas los que ya tienen una idea muy clara de cómo ha de relacionarse su obra respecto al espectador y respecto al espacio y disposición que ocupa. Como bien conocen los expertos, los resultados pueden ser muy distintos, si se opta por una concepción de asepsia expositiva o por una de amortiguación, en la que se introduce una escenografía suplementaria, mediadora entre objeto y espacio. Podríamos decir, de manera más sencilla, que la arquitectura del espacio ocupado supone parte de la propia experiencia artística de la obra.
Reflexionando a este propósito, el pintor expresionista Mark Rothko teorizaba sobre la relación de sus cuadros respecto a las paredes ocupadas en las exposiciones, y el peligro de que ambos dependiesen entre sí como si se tratase de meras áreas decorativas. En este sentido, otorgaba especial importancia al color de las paredes, a la altura en la que estaba situado el cuadro y a su concentración o separación respecto al resto de las obras. Como vemos, todos los detalles terminan por ser importantes, llegando éstos a determinar y modificar la percepción del espectador y el modo en el que pueden distorsionar o favorecer en la aprehensión de la obra. Hasta tal punto se han magnificado estos aspectos que buena parte de la crítica de arte atiende hoy día con mayor interés al montaje que al propio contenido de las obras.
Son estos sólo algunos de los aspectos a los que se enfrentan aquellos que nos permiten acceder, una vez que estamos dentro de las exposiciones, a nuestras experiencias artísticas como espectadores. En cambio, las particularidades comentadas pueden darnos una somera idea de la complejidad de transportar, mantener y exponer las obras. Seamos conscientes de la problemática de poner cada vez más a nuestro alcance la historia, la experiencia, la perplejidad y la maestría de transmitir la vivencia humana a través de las formas y pinturas. Ahora bien, estamos dentro. Hemos llegado. Y observémoslas con la certeza de que son ellas quienes han venido a vernos a nosotros pasar.
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