Si bien no hacen referencia conocida a él ni Homero ni Hesíodo, Orfeo es uno de los principales personajes de la mitología griega. Hijo de Eagro, rey de Tracia, (en algunas otras versiones del dios Apolo), y de Calíope, una de las nueve musas, se representa como uno de los principales poetas y músicos de la antigüedad. El mito llega a nuestro tiempo asociado inevitablemente al nombre de su amante, la ninfa Eurídice, y la historia trágica e imposible de ambos. En numerosas modalidades de expresión artística, literarias, cinematográficas o musicales, sin ir más lejos la conocida ópera de Gluck, se vuelve continuamente a la ominosa bajada a los infiernos de Orfeo que, seduciendo con el encantamiento de su lira a las bestias que lo habitan, intentará rescatar de allí a Eurídice.
De sobra es conocido que Orfeo no consiguió cumplir la imposición de Hades y Perséfone para devolver a su enamorada al mundo de los vivos. De sobra es conocido que hubo de mirar atrás para verla desvanecerse entre las sombras. Porque de sobra es conocido además que, nadie, absolutamente nadie, regresa del otro lado de la laguna Estigia. Y para reunirte con alguien que ya mora en el averno, no te queda otra que instalarte allí. Como en el apotegma de Ángel González: «No hay otra solución: si de verdad amas a Eurídice, vete al Infierno. Y no regreses nunca».
La leyenda de Orfeo y Eurídice también ha sido, cómo no, preocupación particular dentro de las representaciones pictóricas a lo largo de los tiempos. Así, tenemos plasmaciones destacadas de Orfeo y Eurídice en las obras de Rubens, en Tiziano, en Brueghel, en George Frederic Watts o en Camille Corot, entre otros muchos. Una de las más peculiares y tal vez no del todo reconocida es la obra de Pieter Fris, Orfeo y Eurídice en los infiernos (1652). Este «sueño alucinado», que debe mucho a la imaginería de antecesores como El Bosco o el propio Brueghel, es toda una lección moral escrita en imágenes. La parte central del cuadro, con estructura de rombo, nos presenta una legión de formas monstruosas, encarnaciones de pecados y maldades, rodeando a Orfeo y Eurídice, los únicos con aspecto aparentemente humano.
Toda la pintura es un delirio grotesco en el que destaca la estructura subterránea y hermética, casi como un estudio espeleológico de las formas del Hades. Entre ella destacan los cinco fuegos superiores de textura volcánica. Del más alejado por la izquierda parecen despeñarse, de entre una ciudad que se destruye, las malvadas criaturas que habitan en este inframundo, y que Caronte transporta en su barca hacia la orilla derecha. La poca literatura que tenemos respecto a Fris nos impide analizar su obra con profundidad, pero alejándonos de ella y observándola en conjunto, la parte central nos recuerda a una calavera de ojos encendidos y de boca abierta en cuyo interior tienen su trono Hades y Perséfone.
Los puntos de mayor luminiscencia y sobre los que la obra intenta atraer nuestra atención son aquellos en los que se encuentran Orfeo y Eurídice y donde se sitúan asimismo el rey y la reina del Hades, quienes dan permiso a la pareja para abandonar el inframundo. El otro gran punto de atención, ya en un interior más sombrío, es el monstruo alado con cabeza de rasgos humanos que transporta en su vuelo a un ahorcado vestido de blanco. Sobre la apertura de la cueva un grupo de jugadores de cartas bebe, fuma y se divierte. También aparece, entre otras figuras inquietantes, el búho, como símbolo del conocimiento oculto. Incluso al fondo, ya muy difuminada, una curiosísima bruja montada en una escoba.
Hay verdadera poesía en tus palabras Adriana, y poco más se podría añadir. Quizá que, la mayoría de mitos (relatos), griegos son en verdad expresiones de esa filosofía hermética, que les era tan próxima. Y que trasladada al lienzo, cobra una dimensión aún más cercana si cabe, para el espectador que tiene la oportunidad de contemplarlos. Como en este caso.
Felicidades por el artículo
Salvador