En 2004, fue declarada la obra de arte más importante del siglo XX por delante de Las Señoritas de Avignon y el Guernika de Picasso o el díptico Marilyn de Warhol. 500 críticos, historiadores del arte y artistas entregaron a la Fuente de Duchamp este título honorífico. Si una encuesta similar se hace entre los anónimos visitantes de museos jamás un urinario hubiese sido reconocido como la obra de arte más representativas del siglo XX. Y esa es justamente la controversia que, más de un siglo después, sigue despertando la obra maestra de Duchamp: ¿obra de arte o tomadura de pelo?
El borracho Duchamp compra un urinario y lo convierte en arte
Se acercaba la primera exposición de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York que se había comprometido a aceptar y exponer todas las obras recibidas. Marcel Duchamp (1887 – 1968) pasaba una temporada en la ciudad estadounidense mientras al otro lado del Atlántico la Gran Guerra asolaba media Europa. “No me voy a Nueva York, me marcho de París”, escribió en una carta, harto de que muchos colegas le acusaran de antipatriótico por no estar en el frente.
Aquel día en el que Duchamp cambio la historia del arte paseaba borracho por la Quinta Avenida. En un escaparate de una tienda llamada Motts vio accesorios de baño. Entró y se llevó un urinario al taller. Lo invirtió y le puso una firma falsa: “R. Mutt 1917”. Lo presentó a la exposición tal cual. La Sociedad de Artistas Independientes —de la que el propio Duchamp formaba parte— lo rechazó y el artista francés dimite. Nunca llegó a exponerse la obra original en ningún museo. Tan solo ha quedado de recuerdo una foto hecha en el estudio de Alfred Stieglitz, amigo del artista.
Duchamp, el Dadá y el Readymade
El artista expatriado orquesta junto alguno de sus amigos una encendida defensa del urinario como obra de arte y una crítica a las posiciones conservadoras del establishment artístico, incluso en una ciudad como Nueva York que, en pocos años, relevaría a París como el centro neurálgico de la vanguardia artística mundial.
¿Realmente Duchamp esperaba que aceptasen su mingitorio? Desde luego que no. Marcel era un tipo listo y, tras superar la resaca de aquel famoso paseo por la Quinta Avenida, vislumbró un movimiento muy dadá: presentar a una exposición supuestamente revolucionaria la obra más controvertida —y disparatada— que se le podía ocurrir. ¿Su objetivo? Ser rechazado, rasgarse pomposamente las vestiduras y continuar con su cruzada contra el arte burgués, clase social a la que, por otro lado, el artista siempre perteneció y nunca quiso abandonar.
De alguna forma, Duchamp quería dinamitar los convencionalismos sociales y artísticos desde dentro: siendo artista (y siendo burgués). Sin duda, una fórmula mucho más eficaz y polémica que hacerlo desde fuera: un pobre diablo que presenta un urinario a una exposición jamás hubiese creado ninguna polémica. Nadie le hubiera hecho caso y punto.
Al fin y al cabo, el urinario es lo de menos, el objeto no tiene ninguna relevancia. Ni siquiera es la idea lo que importa. Es el acto. Es el único elemento que convierte su Fuente en una obra trascendental. Más que suficiente, por otro lado.
El urinario de Duchamp abre la puerta de los museos al arte conceptual, eleva a categoría artística el objeto encontrado o Readymade y da un sonoro tortazo a siglos y siglos de conservadurismo y mojigatería en el mundo del arte.
Pero no todo es bello en el urinario de Duchamp. Este objeto museable también abrió la puerta del arte a la nadería. Tras él, todo el mundo ha querido colgar su propio váter en un museo y estos se han convertido, en algunos casos, en fosas sépticas. Tal vez Duchamp no quería ir tan lejos —o sí— pero a partir de él muchos iluminados han asumido que la mierda es arte, que una obra artística puede ser parida, sin esfuerzo intelectual, desde el retrete del taller.
Excelente.