El binomio mar y pintura se concibe como una pareja perfecta. Sin embargo, la relación que han mantenido ambas partes no ha sido tan extensa ni plácida como se pueda pensar, siendo consustancial a la historia del ser humano con el mar.
El mar fue apreciado durante mucho tiempo como un lugar temido que se transitaba sólo por necesidad. Esto ocurrió desde los griegos hasta prácticamente la mitad del siglo XIX. Lo que nos descubre que los escarceos a la orilla de la playa es un invento moderno. Por supuesto, esto desde un punto de vista artístico ha quedado expresado.
Alusiones al mar y a los medios navales han existido en el arte desde la antigüedad, pero las marinas realmente se desarrollaron como un subgénero del paisaje de forma consistente casi a finales del siglo XVI. Y a través de testimonios pictóricos se puede observar con claridad la evolución que ha tenido el significado del mar para el ser humano.
El océano comenzó siendo un escenario ideal para recrear batallas y aventuras. Un decorado desconocido y que, en numerosas ocasiones, se representaba alejado de la realidad. El maestro paisajista Joachim Patinir recuerda en El paso de la laguna Estigia (1520- 1524) que la percepción tradicional del infierno era acuática. En el óleo, el barquero Caronte lleva el alma del difunto hacia su terrible destino final.
El descubrimiento de América tuvo también sus consecuencias paisajísticas. Pieter Brueghel el Viejo plasma esa conquista de nuevos territorios a través del mar en el Paisaje de la caída de Ícaro (1554- 1555), donde el universo marino se pierde en el horizonte quedando cercado por la costa y las actividades de la tierra.
El ser humano iba, pues, conquistando terreno al mar y viviendo en función de él. El mejor ejemplo lo encontramos en Holanda. Que en la segunda mitad del siglo XVII se había convertido en la dueña de los mares gracias a su poderío naval. No es de extrañar, por tanto, que fuese la primera en dedicarse con esmero a las marinas.
Los matices románticos llegaron al mar con Claudio de Lorena. Su interpretación del crepúsculo evidenció que el paisaje es fundamentalmente luz reflejada. Influencia que recogió William Turner en sus cuadros de lo sublime, quien, además, se interesó por tratar la evolución de los barcos. Caspar David Friedrich, por otra parte, plasmó en el mar la consideración religiosa que recogía de la naturaleza.
Aunque, hubo algo más que llamó la atención de los románticos: el drama de los naufragios. Los franceses Théodore Géricault y Eugène Delacroix construyeron verdaderas obras de arte relatando esta catástrofe.
Todo cambió con Claude Monet. Su forma de abordar lo marino fue revolucionaria. Desterró cualquier tono dramático y se quedó con la visión naturalista del mar. Espacio que ya iba siendo más concurrido y, a su vez, se fue mitigando la sensación de peligro que le rodeaba.
La función estética se normalizó, aún más, con Eugène Boudin, quien mostró en sus pinturas algo sorprendente: gente pasando tiempo libre en la orilla del mar. Ya estamos casi a finales del siglo XIX y la playa será el sitio al que acudirán los domingos con agrado los burgueses, consolidándose como un destino de ocio. Y nadie captará la luz y la alegría de esas escenas en la arena como Joaquín Sorolla.
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