La obra de Luisjo Hernández nos traslada a escalas reducidas, casi imperceptibles, de la materia. Sus pinturas se asemejan a organismos unicelulares membranosos, que albergan en su interior las formas más simples, cargadas, además, de una acuciada atmósfera fantasmal. En el interior de sus contornos, quedan atrapados los filamentos enroscados de sombras y vacíos, como expresiones de una réplica genética continua.
Es en el fluido de dichos microorganismos, donde pueden llegar a albergarse incluso autorretratos y crucifixiones. La deformación perceptiva de sus papeles nos llega hacer dudar, hasta el punto de confundir entre sus colores, si no pudiera tratarse de gemas o piedras preciosas por pulir. ¿O son acaso las deformaciones de un eclipse? En cualquiera de los casos, se nos presenta un desafío.
Pero, ¿por qué Luisjo Hernández nos encierra continuamente entre revestimientos y deformaciones del círculo? ¿Por qué sus rostros de expresión contenida parecen estar siempre a un segundo de querer descubrirnos algo? ¿Cuál es el misterio de tanto encierro y tanto resguardo? ¿Qué están a punto de decirnos? Todo cuanto que se respira es hermetismo.
Enigma de fertilidad como en su obra Venus despertando el misterio, enigma de muerte y resurrección como en su lienzo Dominó, enigma del conocimiento, como en El nacimiento de la consciencia o sus Atenciones divididas. Sus rostros están repletos de expresiones que nos devuelven al interior de la forma celular primigenia. A la coloración más básica, al blanco, a los bronces, a lo metálico de MiTa a lo marmóreo de Muuna, ese huevo desde el que posiblemente nazcan las preguntas que dejamos sin respuesta.
Las obras de Luisjo Hernández han formado parte de numerosas exposiciones en diversas galerías y cafés de Barcelona y Bilbao a lo largo de los últimos veinticinco años. Asimismo, en el año 1989 obtuvo el accésit en el primer certamen de pintura de Osakidetza.
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