Aunque el mecanismo de percepción visual es el mismo en ambos casos, la mirada al mundo exterior y la mirada a una obra artística son acciones distintas. Mientras que el mundo físico es percibido sin mayor esfuerzo que el de mirar, para observar y comprender se requiere un cierto aprendizaje y adiestramiento. Ningún objeto, ningún suceso de la vida cotidiana se desprende de nuestra forma de interpretarlo.
Influenciada por nuestra cultura, nuestras creencias, nuestro nivel de profundidad en el conocimiento, incluso por nuestro estado de ánimo, la mirada descubre sentidos completamente distintos ante las mismas imágenes. Y la pintura, que no deja de ser sino precisamente imágenes, adquiere comprensión o incomprensión según la mirada que las ejecuta.
Como cualquier otro lenguaje, el pictórico utiliza sus propios códigos que varían y se adaptan en función de las épocas y sus circunstancias. De aquí la especial relevancia de entrar en contacto con la evolución cultural de los distintos siglos y civilizaciones para lograr discernir lo que cierta expresión artística, pintura en este caso, ha intentado transmitirnos. De esta titánica empresa, prácticamente inabarcable se ocupa la Historia del Arte, que es al mismo tiempo el testimonio de las experiencias humanas en cada tiempo y en cada lugar por descifrar y darle sentido a la existencia. Dejemos no obstante en sus manos el imposible y centrémonos aquí en algo con menos pretensiones. Estudiemos las maneras de mirar, analicemos los distintos niveles de la mirada. Esos que determinan si una obra conecta o no conecta con nosotros.
Según Bernard Rancillac, existen cuatro niveles distintos en el acto de mirar. Por un lado tendríamos la mirada física o sensorial, comprendida desde la disciplina biológica como un acto enteramente dependiente del sistema cerebral. Por otro, la mirada química o afectiva, aparentemente irracional y determinada por nuestras conductas no necesariamente hormonales y que escapan a menudo al control de nuestra voluntad. En tercer lugar, la mirada sociológica o cultural en la que, como ya hemos comentado, la localización y el período detentan en sí mismos un potencial de expresión que ni el artista ni el observador pueden sobrepasar. Y a un nivel más interno la que tal vez sea la finalidad última de nuestra capacidad para mirar, la mirada metafísica o mística, aquella que intenta desentrañar qué hay de verdad y de inmutable entre las apariencias efímeras de lo real.
La mirada física o sensorial se ha explicado científicamente a través del funcionamiento de los órganos visuales, comparándola frecuentemente con el mecanismo usado por las cámaras para captar las imágenes, las cuales paradójicamente fueron diseñadas imitando las propiedades oculares. Más tarde está comparación queda incompleta pues conocemos mediante posteriores investigaciones que nuestros ojos no sólo captan la luz sino que esta se codifica y se transmite mediante los impulsos nerviosos a cierta región concreta del córtex cerebral donde es descodificada e interpretada. Es en este lugar donde reside el misterio.
Hoy sabemos, por ejemplo, que nuestra interpretación del mundo no depende estrictamente de las imágenes que observamos sino de la información que obtenemos de dichos códigos cifrados. De aquí que la explicación de nuestra mirada física haya pasado a compararse con mayor grado de equivalencia a la acción que ejercen las computadoras. Tal vez sea esta una explicación a por qué el arte moderno ha perdido interés en las formas reales favoreciendo los juegos mentales a través simplemente del valor de los colores, de las profundidades, de los ejes y las simetrías, de la condensación de las dimensiones o de los trazos sin figuración.
En la mirada química o afectiva nos introduciríamos en un nivel más interno en el que dichas informaciones captadas por nuestra visión se mezclan con nuestras nuestros placeres, nuestros odios, nuestra ira, en definitiva nuestras pasiones o humores, como antiguamente eran conocidas. Humores en el sentido endocrino del término, donde toda una serie de secreciones glandulares determinan en gran medida nuestra actitud. Por esto la química y el afecto quedan en una relación de interdependencia que origina nuestras pulsiones internas y nuestras predisposiciones a reaccionar en última instancia de una manera concreta ante lo que evoca tal imagen o aquella otra.
En la mirada sociológica o cultural tendríamos en cuenta además de la información exterior y nuestras pasiones, nuestro bagaje de conocimiento y nuestro dominio de las condiciones objetivas. Podríamos poner en este caso numerosos ejemplos. Sin ir más lejos, una mirada sin la información necesaria ante una representación de Mondrian sólo sería capaz de ver una fantasía más o menos decorativa sin llegar a descifrar que se trata de toda una solución extrema en la representación del mundo, reduciéndola a líneas verticales y horizontales y a los colores primarios rojo, amarillo y azul. La simplificación está cargada de sentido sólo para aquellos que poseen el dominio suficiente para obtener el significado. La mayor parte del tiempo nos limitamos a decir que algo nos gusta o no nos gusta cuando en realidad ni siquiera lo hemos entendido.
Para acabar, esbocemos lo que Rancillac define como la mirada metafísica o mística. Como hemos dicho, obtenemos la información, la descodificamos, la mezclamos con nuestros humores, la interpretamos en función de nuestros conocimientos pero, ¿qué nos queda más allá? ¿cuál es la finalidad última de nuestra mirada? El mundo visible no se sostiene si no lo apoyamos en un mundo invisible. Ninguna cultura, ninguna corriente, ninguna sociedad deja al margen este hecho. Los dioses, los genios, los espíritus de los muertos…, todos participan en cada uno de los gestos cotidianos.
La búsqueda más profunda de nuestra mirada es la de aquello que nos conmueve. Pero la percepción de ese invisible requiere de una concentración extrema, tanto por parte del pintor como por parte de quien observa. Como bien añade Rancillac, «cuando el pintor a fuerza de concentración se convierte en el objeto que representa, y cuando el observador se convierte en pintura, uno y otro se encuentran en estado de percibir la carga de invisible que pose dicho objeto».
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