Nostalgia, horror, memoria, fantasía, misterio… La ruina sigue despertando interés para el mundo del arte por su carácter poliédrico, por ofrecer una inspiración única al artista. Porque caminar entre ruinas sigue siendo una experiencia mística plagada de deliciosos interrogantes del pasado, poemas en piedra resquebrajada que iluminan el futuro a través de sus grietas.
Desde la Antigua Grecia al Renacimiento, desde Piranesi a Friedrich, el arte ha sentido una gran fascinación por la ruina, por el testimonio decadente de un pasado remoto inscrito en la piedra de un edificio, en un fragmento de una escultura o en los restos de una ciudad perdida. Pero el arte contemporáneo tampoco escapa a esta obsesión y diversos artistas a lo largo del planeta siguen tomando la ruina como base de su trabajo. Recorremos la historia del arte para tratar de descifrar el hechizo de la ruina.
Cuando el historiador Jenofonte, de regreso a Grecia tras una campaña militar en Persia, atravesó Mesopotamia, se tropezó con las ruinas de diversas ciudades pertenecientes a las civilizaciones que se habían desarrollado en este territorio entre el Tigris y el Éufrates. Entre ellas, la mítica Nínive, aparecida en la Biblia, y que formó parte el Imperio Asirio: “Nínive es una gran fortificación desierta. Los cimientos de sus murallas están hechos de roca pulida, 15 metros de ancho por 15 de alto”. Imaginemos lo que sentiría la expedición griega al atravesar una inmensa ciudad abandonada, una ciudad envuelta en la bruma de un pasado enigmático.
Lo que Jenofonte no sospechaba es que su propia civilización sería una de las siguientes en arruinarse y ofrecer a otros expedicionarios poesía en piedra. Si hay una cultura que ha estimulado la imaginación del artista, esa ha sido la grecorromana. La Antigua Grecia y la Antigua Roma siguen representando la cuna de la civilización occidental y sus testimonios arqueológicos facilitan esa conexión emocional con nuestros orígenes.
Fue en el Renacimiento, en pleno esplendor de la reivindicación de la cultura clásica, cuando la arqueología comenzó a incorporarse al arte plástico. Desde el Trecento, se hizo común la aparición de representaciones de edificios clásicos en obras de temática tanto mitológica como religiosa: era la forma de rendir homenaje al referente cultural grecolatino.
La fascinación por esta cultura supuso la explosión definitiva de la arqueología científica con episodios tan populares como el descubrimiento del Laocoonte en el que intervino hasta el propio Miguel Ángel. Descubrir entre escombros una pieza original griega era para un romano del siglo XVI como visualizar el Dorado para un expedicionario español en América.
Siglos más tarde, también en Italia, se desarrolla una figura clave en el culto a la ruina: Giovanni Battista Piranesi se erigió en uno de los grabadores más importantes de la historia gracias a esos aguafuertes que “levantaban acta” de la Antigua Roma contribuyendo al progreso de la arqueología. Pese que en sus grabados se mezclaba descripción y fantasía, su labor fue clave para el asentamiento del Neoclasicismo, un movimiento cultural que llevó el culto al pasado grecolatino a su máxima expresión.
De alguna forma, Piranesi fue uno de los primeros artistas que comprendió las posibilidades estéticas de la ruina: no se trataba de hacer una representación fiel de un testimonio arqueológico, sino de que tomar la ruina como cimiento de una fantasía poética. Este sería el camino que tomaría la corriente cultural posterior que situaría la ruina en un pedestal casi metafísico.
Efectivamente, el Romanticismo se encargó de atribuir a la ruina nuevos componentes estéticos, filosóficos e incluso políticos. Artistas como Fussli en Inglaterra o Friedrich en Alemania incorporaron la ruina a sus obras como forma de reflexión o reivindicación, como talismán para conectarse emocionalmente con un pasado idealizado.
En este contexto, no hay que olvidar el Grand Tour de muchos artistas y/o viajeros que recorrían los destinos más importantes de la cultura grecolatina finalizando, por supuesto, en Roma. Los artistas perseguían la visión de aquellos grabados que habían llegado a sus manos buscando inspiración para sus propias obras e indagando en un pasado remoto e idealizado encarnado por la ruina. Algunos sentían el síndrome de Stendhal paralizándose ante la visión de tanta belleza. Y otros, como Goethe, se decepcionaban al comprender que aquellas melancólicas visiones piranesianas eran producto de una fantasía estética.
Ya en el siglo XX, la ruina tomaría otro matiz menos nostálgico. Ahora la ruina es el horror: Hiroshima, Berlín, Auschwitz, Chernóbil… La ruina ya no el testimonio de un pasado sublimado y misterioso, sino el testigo mudo de la peor vertiente del ser humano: la crueldad, la devastación, el genocidio.
En pleno siglo XXI, la ruina y los lugares abandonados siguen despertando fascinación entre artistas contemporáneos. En este sentido, las obras de Bruce Dillon compendian el impacto que ha tenido la ruina a lo largo de la historia del arte. Una exposición en la Tate Britain tomando como nombre una de las obras de Dillon (Ruin Lust) abordó esta lujuria de la ruina. En España, hace unos años, la Fundación Cerezales Antonino y Cinia también expuso Declaración de Ruina, otra reflexión artística sobre la relación del arte contemporáneo con la idea de ruina.
Incluso, la exploración de lugares ruinosos (y la fotografía de los mismos) tiene su denominación millennial y su lugar en Instagram: son los urbex… Y es que la ruina, sin duda, sobrevivirá al ser humano. Y cuando ese momento llegue, otros nos reflexionarán a través de ella.
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