El acuarelista urbano siempre se ha de enfrentar a un dilema: ¿represento el motivo que todo el mundo espera de una ciudad o busco nuevos puntos de vista? Jacques Villares no se conforma con el edificio Carrión y su cartel de Schweppes y se atreve también con otro Madrid, más a pie de calle… o de carretera. Porque el atasco matutino es tanto o más madrileño que el Santiago Bernabéu y así lo representa Villares en Madrid, ocho de la mañana, ese otro Madrid “que no aparece en las guías”.
Tampoco aparece en las postales el curioso contrapicado de Madrid 3, con sus sofocantes balcones cubriendo la acera de cualquier calle madrileña, la cual se concreta en Leganitos, vía cercana al centro turístico de la capital que también pasa desapercibida para los turistas. Ese Madrid disimulado desemboca finalmente en el Patio de mi casa, otra acuarela que transpira la melancolía del que ya ha vivido mucho en su ciudad.
Pero Jacques Villares es un gran viajero y no se olvida de su cámara cuando sale de Madrid. Y si no viaja, siempre habrá un amigo que lo haga y le preste algunas fotos. Buena parte de la producción del artista de origen francés pero criado en España se nutre del paisaje urbano de ciudades de todo el planeta.
Y un viaje obligado para todo pintor (y más siendo acuarelista) es Venecia. A pesar del turismo masivo, la ciudad italiana sigue manteniendo (casi) intacta la magia. No hay lugar en el mundo en el que se dé esa feliz conexión entre el agua y la luz. Reflejos en Venecia es una de esas acuarelas que trata de captar el hechizo de la ciudad.
Otra parada ineludible para un artista es París, y más para Jacques Villares, que en París desde las Galerías Lafayatte nos brinda —aquí si— una perspectiva clásica de la ciudad de la luz. La destreza técnica y la maestría para el dibujo del artista quedan de manifiesto en esta obra en la que, además, Villares explota con acierto la economía de medios de la acuarela: menos puede ser mucho más.
Antes de pasar al otro lado del Atlántico queremos detenernos en Estación de tren de Oporto para ilustrar la habilidad que también posee Villares para representar interiores. El motivo de la estación de tren es un clásico, pero aquí el artista lo usa como medio para presentar la fluidez del movimiento y el sedoso contraste de luces y de sombras.
Para todos aquellos que nos hemos dejado contagiar conscientemente por el imperialismo cultural yankee, una acuarela como Breakfast in America nos arranca una sonrisa. Un desayuno en un bar de carretera en Estados Unidos —al menos para un viajero que ha recorrido muchos kilómetros— es una experiencia celulóidica. Como lo es la oscura Flatiron o la perspectiva aérea escogida para representar Chicago I.
Pero no solo de ciudades (y aleñados) vive el viajero (ni, sobre todo, el acuarelista). Jacques Villares no entrega algunas de sus obras más estimulantes en sus paisajes invernales. A buen seguro que el artista afincado en Madrid ha tenido entre sus referentes para estas obras Lars Lerin, un maestro de la acuarela más fría. Villares nos lleva al K2 o al McKinley en este viaje que ya se acerca a su fin.
Cuenta Jacques Villares que dejó la pintura durante casi 20 años y que a su vuelta tuvo casi que empezar de cero: “un trauma”, concluye con humor. Bendito trauma, sin duda, es volver a hacer lo que uno disfruta. Porque en cada acuarela de Villares se transpira ese amor por la vida —o mejor diríamos por las vidas—, esa necesidad de transmitir la pulsión del movimiento humano a través de escenarios vibrantes, ya sean urbanos o naturales, ya sean melancólicos o festivos.
A Jacques Villares no le gusta tomarse muy en serio a sí mismo, es abiertamente autocrítico —algo poco habitual en el mundo del arte— y parece disfrutar de su autoimpuesta condición de amateur, a pesar de llevar tiempo como profesor en una escuela de Malasaña. Pero en su obra es innegable una cualidad lírica que convierte sus acuarelas en sencillos poemas visuales.
Te invitamos a visitar la galería de Jacques Villares en Artelista.
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