2019 será recordado como el año Plensa en España. Tras décadas de éxito en el mercado artístico foráneo, por fin le llegó el reconocimiento mediante dos exposiciones —una en Barcelona y otra en Madrid— y un proyecto público de gran envergadura en la capitalina plaza de Colón. Jaume Plensa (1955) ya es profeta en su tierra.
Y no es, en este caso, una vulgar frase hecha carente de sentido: Plensa tiene algo de profeta. Sus obras irradian espiritualidad, promesa y sensibilidad. Y no es fácil que la escultura, a menudo demasiado preocupada por sí misma, logre ese doble efecto: hacer pensar y hacer sentir. Es así como la obra del artista catalán se ha ganado el favor de los críticos y del público: no está dirigida específicamente a ninguno de los dos.
El mar y el silencio, el cuerpo humano y las cabezas, el lenguaje y la poesía... Los temas que ha desarrollado el escultor catalán desde los años 80 no han variado mucho. “Es un círculo de obsesiones”, como reconocía hace meses en una entrevista al XL Semanal. Para un artista, vivir entregado a sus obsesiones puede ser de lo más peligroso, pero apartarse deliberadamente de ellas es poco práctico e improductivo. Si se consigue domar la obsesión, transformarla en material artístico, ya habrás recorrido la mitad del camino para tener algo que comunicar.
Y la obra de Plensa tiene una verdadera obsesión por comunicar, por abrirse al mundo, por destruir ese impenetrable caparazón que a menudo cubre la obra escultórica, sobre todo para el gran público. Pero, ¿quién es capaz de apartar la mirada de una de las cabezas de Plensa? ¿Por qué la Julia de la Plaza de Colón en Madrid se ha convertido en una obra obnubilante? Porque nos dice algo, nos susurra al oído. Es un secreto que cada espectador descubre por sí mismo. Para Plensa es un “canto a la ensoñación”, pero para un espectador puede ser otra cosa. Pero es, que es lo que importa.
Si la esperanza y la comunicación son dos de los temas esenciales en la obra de Plensa, el otro es la espiritualidad. Pero cuando, en pleno siglo XXI, oímos hablar de espíritu, nuestro sentido arácnido se activa. Creemos que las religiones se han apropiado de la espiritualidad, asociándose indefectiblemente este concepto con el dogma y el carácter gregario. Por eso hacen faltan más plensas en este mundo, que rescate para el gran público el sentido original del espíritu vacunado contra la infección dogmática.
La obra de Jaume Plensa trata de incitar nuestro espíritu a abrirse paso a través de toneladas de ruido mediático: “Ya no sabemos si decimos lo que estamos pensando o simplemente es un eco de tantos mensajes que nos bombardean constantemente”. Mirar hacia dentro de nosotros mismos, esperar y callarse un rato tal vez sean ejercicios demasiado extenuantes para el ser humano de nuestra época. Pero la obra del artista catalán trata por todos los medios de abrirnos una puerta hacia nuestro espíritu, de ofrecernos la posibilidad de volver a ser un individuo, de volver a ser humano.
Si Jaume Plensa ha conseguido filtrar sus obsesiones hasta hacerlas comprensibles a través de su arte, el otro medio camino que le faltaba por recorrer para lograr el dominio total de su obra han sido los materiales, algo fundamental en una obra escultórico y que, a menudo, ha provocado la indiferencia del gran público. Porque sin materia no hay escultura, pero sin un espectador que la reflexione tampoco. “Siempre he creído que los materiales no son el camino, sino que lo es la actitud que tienes con ellos”.
Jaume empieza con el hierro colado “cuando nadie lo utilizaba”, para pasarse luego a las transparencias del vidrio y finalmente a las resinas. En la retrospectiva que acogió el MACBA —y que luego pasó a Moscú— el espectador podía hacer un recorrido por todos estos diferentes acercamientos del artista a los materiales de su obra.
Y es que Jaume Plensa nunca se ha sentido cómodo con la rutina, tampoco con la artística. A los 20 años se fue a Berlín “buscando espiritualidad”. Su viaje le llevó después a París y a otras muchas ciudades del mundo Entretanto, su obra ganaba prestigio entre grandes coleccionistas, como Paul Allen, uno de los fundadores de Microsoft, o Isak Andic, dueño de Mango. Mientras sus esculturas se popularizaban en medio mundo —de Japón a Nueva York, de Singapur a Israel— nadie parecía dispuesto en España a intentar comprender al artista catalán. Hasta este 2019.
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