La pinacoteca madrileña alberga desde el 24 de noviembre y hasta el 27 de marzo del próximo año una exposición con las principales obras del pintor francés Ingres, uno de los primeros en trascender el neoclasicismo y anunciar las revoluciones artísticas producidas a finales del siglo XIX, época en la que la aparición de la fotografía forzaba al arte de la pintura a una auténtica reinvención.
Durante los próximos meses, aquellos interesados en disfrutar de las pinturas del maestro de Montauban, no necesitarán visitar las más importantes galerías mundiales ni la pintoresca localidad francesa, ciudad natal a la que Ingres legó buena parte de su producción, para disfrutar del perfeccionamiento estilístico de un pintor que estudió a fondo las formas clásicas a través del dibujo para acabar superando dichos ideales y ejercer la transición hacia lo que habría de convertirse en modernidad.
“La personalidad pictórica de Ingres se manifiesta tan avasalladora que se instala en la realidad, la modifica y nos la devuelve reflejada en el espejo del ideal estético, como si fuera su imagen auténtica y verdadera. Este es precisamente el meollo de su lección: que la pintura como la belleza seguían siendo una cuestión mental”, escribe García Guatas en un acercamiento a su biografía.
Nacido un 20 de agosto de 1780, Jean-Auguste-Dominique Ingres fue el mayor de siete hermanos. Su padre, quien llegaría a ser miembro de la Academia de Bellas Artes, inculcó en él una afición artística desde el primer momento, llevándolo a Toulouse con once años para que comenzase a relacionarse con el mundo de los artistas y se empapase así de sus conocimientos. De aquí que, cuando ingrese unos pocos años más tarde en la Escuela de la Academia de Toulouse, su bagaje cultural sea ya muy elevado. Desde esta temprana edad, tanto el dibujo como la práctica del violín le acompañarán ya a lo largo de toda su vida. Tal vez, su precocidad y la aislada dedicación que supone el aprendizaje artístico pudieron determinar en buena medida la gravedad de carácter que desarrollaría en su madurez.
Pero si algo fue determinante en la formación de Ingres como pintor esto fue la etapa en que ejerció como aprendiz en el taller de Jacques-Louis David. Las relaciones entre ambos debieron de ser complejas y contradictorias, como consecuencia probable de las largas etapas de silencio entre ellos a raíz de sus disputas y a la falta de sintonía respecto a algunos de los preceptos estéticos que el maestro pretendía transmitirle.
También pudo influir en este hecho la falta de apoyo del maestro cuando los envíos de Ingres como pensionado al Salón de 1806 fueron denostados por la crítica. A pesar de todo ello, la deuda artística de Ingres con David es incuestionable, y él mismo llegaría describir años más tarde a David como “el gran maestro que un siglo después de Poussin, ha sido el glorioso regenerador del Arte en Francia”, proponiendo incluso al Louvre dedicar una de sus salas a algunas de sus obras maestras.
Ingres hizo suyos los consejos de David sobre la importancia de la pintura de Rafael, la función del estudio del arte antiguo como vía para aprender a ver la naturaleza o la consideración de la superioridad del género de la pintura histórica sobre todos los demás. Los dos se caracterizaron por ser excelentes dibujantes y procedían según el mismo método de dibujar primero a las figuras desnudas, para luego vestirlas mediante minuciosos ejercicios de plegamiento de los trajes. David era más colorista y acentuaba más los claroscuros, mientras que Ingres se orientará por las formas, los colores brillantes y la suavidad de las sombras.
A lo largo de toda su carrera, Ingres mantendrá una gran veneración por la pintura de Rafael. Durante su período en Italia, no dudó en peregrinar por los lugares donde el de Urbino vivió y desarrolló su pintura. Tras su primer viaje llegaría a asegurar: “Desde hace mucho tiempo mis obras no reconocen otra disciplina que la de los Antiguos, la de los grandes maestros de aquel siglo de gloriosa memoria en el que Rafael, situó los límites eternos e irrefutables de lo sublime del Arte. Creo que he demostrado con mis cuadros que mi única ambición es parecerme a él y continuar el arte tomándolo donde él lo dejó. Por tanto, yo soy un conservador de las buenas doctrinas y no un innovador…” El primer gran lienzo de Ingres, El voto de Luis XIII, y que abriría las puertas de su posterior fama, es sin duda un homenaje a Rafael.
A pesar de que no le suponía ningún tipo de satisfacción y escenificaba aceptar los encargos a disgusto, Ingres se convertirá asimismo en un retratista de éxito. La necesidad de ajustarse al valor jerárquico de los géneros pictóricos hizo que intentara postergar su talento como obligado retratista para alcanzar el deseado prestigio como pintor de Historia. Sin embargo, desde sus primeras incursiones parisinas en el retrato, este se reveló como uno de los fundamentos principales de su arte y como vehículo idóneo para presentar sus ideas estéticas.
Tras su regreso de Italia, Ingres sería consciente de que la pintura de Historia nunca colmaría las ambiciones que en un principio había depositado en ella, y centrará sus esfuerzos en repensar sus lienzos literarios y eróticos, pero sobre todo, y aunque como bien decimos nunca aceptó verse a sí mismo como un pintor de ellos, en los retratos. Frente al tratamiento del desnudo masculino, heroico y marcial, que había aprendido de David, Ingres se adentró en ese género únicamente a través de la pura carga erótica contenida en la belleza del cuerpo femenino, sin obedecer a los cánones estéticos del desnudo académico. Su Odalisca se hizo célebre por suponer una invitación directa al placer sensual. Considerándose, por ello, el primer gran desnudo de la tradición moderna. Amarradas con cadenas o cautivas de un harén, sus mujeres ideales, morbosamente deformadas en su abandono contemplativo a un placer irreal, se han imaginado como la antítesis, quizá complementaria, de la virtuosa razón que encarnaba entonces lo masculino.
El Ingres de la madurez, que había soportado las críticas a su excesivo idealismo durante toda su carrera, parece tomarse la revancha ahora con la exhibición realista de los detalles más mundanos, con las descripciones nítidas de las calidades táctiles de las telas, las carnes y los cabellos de sus modelos, haciendo de todo ello un prodigio artístico inédito.
Recuerden que El Museo del Prado ofrece hasta finales de marzo la oportunidad de disfrutar, y en orden cronológico a través de las salas A y B del edificio Jerónimos, de toda la evolución artística del afamado pintor francés, a través de una rigurosa colección que incluye entre más de setenta obras la mayor parte de su producción más destacada.
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