En la encrucijada artística planteada a finales del siglo XIX, uno de los que tomó el timón del cambio fue el pintor suizo Ferdinand Hodler (Berna, 1853- Ginebra, 1918).
De origen humilde y tocado por la desgracia de vivir desde su infancia la muerte de familiares cercanos, Hodler condujo la pintura hacia el simbolismo mediante una fuerza creadora dominada por la simplicidad, la simetría y el ritmo. O como él lo llamó: paralelismos. Su llegada a Ginebra, a finales de 1871, supuso el arranque de su carrera artística. Allí conoció a una de las personas que más influyeron en su trabajo y el que sería su profesor: Barthélemy Menn, íntimo de Corot y antiguo alumno de Ingres. Sus enseñanzas le desligaron de la composición convencional y le alentaron a basar su pintura en el dibujo, la medida y la observación.
Fue entonces cuando la obra de Hodler caminó hacia un realismo agudo, lleno de idealismo y simbolismo. Este último, ajeno a las variantes mitológicas o religiosas del movimiento, aunque sí impregnado, con prudencia, de cierta aura mística, reflejo de la visión serena que recogía de la naturaleza y del ciclo vital. Creó así una dimensión filosófica que, además, conecta con la tradición suiza de relación con el entorno. Este particular trasfondo tiene la máxima expresión en sus paisajes vírgenes, estilizados y majestuosos, que le alzan como uno de los mayores paisajistas de todos los tiempos. E igualmente en lienzos más tardíos, como El leñador (1910), convertido en motivo de los billetes de 50 francos.
Esa reflexión sobre el destino humano tiene su albor en los retratos idealizados de artesanos, recuerdo de su procedencia. De ellos, Mirada hacia la eternidad (1885) marcaría la nueva pauta. Hodler representa a un anciano tallando el ataúd de un niño y, a pesar de que ensalza con exquisitez los entresijos de la labor del carpintero, el acto parece aludir más a un orden superior, insinuado en la actitud de oración del personaje y en el rigor y la luminosidad de la tela. Privada de cualquier referencia a la cotidianidad o a la clase social, la escena lleva como dirección nuestro inevitable fin: la muerte. Tema que se volvería casi una obsesión para el suizo.
Como lo expresa La Noche (1889- 1890), su obra maestra y manifiesto del simbolismo hodleriano. El pintor es despertado de su sueño por el fantasma de la muerte y encuentra a su alrededor a hombres y mujeres durmiendo, en los que incluye autorretratos y retratos de dos de las mujeres más importantes de su vida: Augustine Dupin, compañera sentimental desde sus inicios como artista y madre de su hijo, y la que fuera su esposa, Bertha Stucki. Se trata, pues, de un cuadro autobiográfico, con dimensiones de pintura de historia, en el que presenta el balance de un período de su existencia. Para Hodler no es un asunto banal o particular, sino universal en su significado simbólico: evoca la esencia de lo que son la noche y la muerte. El artista inaugura aquí la combinación entre un realismo extremo y un sentido decorativo depurado, seña de su obra.
En sus últimos años, cuando ya se acercaba al expresionismo, pintó una estremecedora serie que ilustra el deterioro físico y la agonía de su compañera Valentine Godé- Darel, enferma de cáncer, y en la que se reencuentra con la muerte. Desde la infancia, su incansable acompañante.
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