La peste de Albert Camus agotado en las librerías y El séptimo sello de Bergman como película oficial de la cuarentena. Europa ha dado un vuelco en cuestión de semanas y muchos quieren saber más sobre esas plagas que asolaron nuestro continente en tiempos pasados. La gripe española de 1918 retumba en los oídos de los confinados que comienzan a sentir la ansiedad que siempre produce un cambio radical e inesperado en el modo de vida.
Pero la humanidad ha resistido a muchas plagas, la mayoría de ellas mucho más devastadoras que la actual. Acudimos al arte pictórico, para tratar de reflexionar sobre el miedo, el dolor y la muerte. Porque la única manera de recuperar la cordura y vacunarnos contra el histerismo es tomar perspectiva, analizar la historia y huir del virus sobreinformativo que está pulverizando cerebros por todo el planeta.
El corral de apestados de Goya casi nos deja sin aliento y acabamos de empezar. Pintada por el genio aragonés entre 1798 y 1800 ilustra el confinamiento de unos enfermos en un hospicio. Sin camas, sin aire y la mayoría de ellos sin esperanza aguardan la llegada de la muerte sosteniéndose como pueden. Otras figuras yacen en el suelo derrotadas. La pincelada rápida y la monocromía acentúa esa sensación onírica, de pesadilla vista para sentencia.
Retrocedemos varios siglos y nos desplazamos a Italia para conocer de cerca una de las plagas más catastróficas de la historia de la humanidad. Aunque las estimaciones varían según las fuentes, se dice que entre el 30% y el 60% de la población europea falleció como consecuencia de la peste de mediados de siglo XIV: hasta 25 millones de personas solamente en Europa.
Aunque todavía se desconoce qué agente infeccioso fue el que causó la enfermedad se especula con la posibilidad de que la plaga se expandiera procedente de Asia a través de las rutas comerciales. Italia fue uno de los países más afectados por la peste. En algunas ciudades como Florencia se estima que solo sobrevivieron una quinta parte de la población. En Venecia no fue mucho mejor.
La Scuola Grande di San Rocco en la ciudad italiana fue construida en honor del santo protector de los apestados. San Roque sufrió la peste, pero la superó. Buena parte de las representaciones artísticas del santo inciden en este hecho. En la escalera de la Scuola Grande que conecta los dos niveles de la Capilla Sixtina de Tintoretto suele pasar desapercibida una obra por no llevar la firma del genio veneciano. Se trata de La Virgen aparece a las víctimas de la peste, una obra plenamente barroca firmada por Antonio Zanchi en un año con aroma luciferino: 1666.
La peculiaridad de Venecia, envuelta en canales, la convertía en una de las víctimas predilectas de las pestes. Allí fue uno de los lugares en los que comenzó a aparecer el Doctor Peste. Se dice que a partir del siglo XVII muchos de ellos comenzaron a utilizar máscaras con forma de pico en las que guardaban artículos aromáticos que, presuntamente, les protegían de las miasmas que se consideraban causa de la infección. Il dotore della peste era, pues, un médico y no un ser diabólico a pesar de su aspecto pero, con el tiempo, fue adquiriendo esa connotación maligna hasta convertirse en uno de los disfraces más habituales en el célebre Carnaval de Venecia.
Aunque no narra un episodio histórico específico de peste, El triunfo de la muerte de Brueghel el Viejo ejecutado en 1562 es otra de esas obras que han pasado a la historia como metáfora del terror que propaga la enfermedad. Fuertemente influido por El Bosco, Bruegel reproduce el tema de la danza de la muerte, esos bailes macabros que dan la bienvenida al invitado que nunca falla.
Nos vamos al otro lado del Atlántico para ilustrar la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires durante diferentes episodios entre 1852 y 1871. Se dice que esta última mató a casi un 10% de la población de la capital argentina: en total, unas 14.000 personas, buena parte de ellos emigrantes procedentes de Europa.
Durante años no se supo la causa de la enfermedad hasta que en 1881 el doctor Carlos Finlay difundió la teoría de que se trataba del mosquito Aedes aegypti, actualmente conocido como el mosquito del dengue o de la fiebre amarilla y que sigue haciendo estragos en buena parte del mundo, tal y como sucedió con la fiebre del zika hace unos años.
La obra Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires de Juan Manuel Blanes con un estilo realista habitual en esta etapa ilustra de la forma más directa el misterio y el dolor de la muerte.
El cronista Mardoqueo Navarro, uno de los testigos de aquella epidemia, narró de la siguiente manera el panorama de la ciudad en tiempos de peste: «Los negocios cerrados, calles desiertas. Faltan médicos, muertos sin asistencia. Huye el que puede«. Quizás los tiempos no hayan cambiado tanto, ¿no?
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