“Nunca, nunca he tenido éxito. Todavía estoy buscando, y eso es lo que me impulsa a seguir intentándolo y descubrir algo que simplemente ponga los pelos de punta”.
Así se refería David Lynch a su faceta pictórica en una larga entrevista concedida a Artnet. Humilde y divertido, como siempre, el cineasta estadounidense asumía que su pintura no ha alcanzado el suficiente nivel… y lo seguirá intentado. A sus 73 años, la fiebre creativa de Lynch no se agota y pese a que tal vez no le volvamos a ver en estrenando un nuevo proyecto cinematográfico, él continúa pintando en su taller, fumando, tomando café tan negro como la «madrugada de una noche sin luna», al lado de su hija pequeña de seis años.
Lynch tiene razón, si no fuera quién es, tal vez sus cuadros nunca se habrían expuesto en una retrospectiva en el museo Bonnefantenmuseum de Maastricht tal y como sucedió a principios de 2019. Pero David Lynch es uno de los artistas más relevantes de las últimas décadas en el mundo del cine y su inmensa legión de fans quiere saber más sobre el insondable misterio que se esconde tras ese pelazo blanco que se gasta el genio de Missoula, Montana.
Pero Lynch no es el típico artista que alcanza el éxito en una disciplina y, después, como hobby, decide abordar otra faceta: porque puede, porque quiere y porque se lo puede pagar. No, eso ya lo hizo con la música. Su relación con la pintura es muy diferente. David Lynch empezó como pintor. Y de ahí, por diferentes causas, —principalmente porque su obra pictórica no atrajo suficiente atención— pasó al cine.
Todo comenzó en Virginia, uno de los muchos lugares en los que vivió en su juventud debido a los itinerantes trabajos de sus padres. “Mi madre sabía que había algo dentro de mí muy potente. Algo que debía desatarse”. Y Lynch comienza a pintar y a formarse en disciplinas artísticas. Con apenas 18 años, se lía la manta a la cabeza y acude a Europa para seguir a su ídolo Oskar Kokoschka, pero el viaje junto a su amigo Jack Fisk —»muy mal organizado», según el propio Lynch— termina a las dos semanas.
Lynch vuelve a Estados Unidos y se traslada a Filadelfia, ciudad que ejerce una poderosa influencia en su carácter: «Era una ciudad llena de miedo, locura, corrupción, decadencia, violencia y muchos disturbios en el ambiente. Pero me encantó la arquitectura y me encantó la sensación de un mundo de fábricas, la industria de las chimeneas y de sus edificios».
A finales de los 60, Lynch empieza a experimentar con una pintura con elementos móviles siguiendo los ensayos de Calder, otro de sus referentes artísticos, añadiendo circuitos eléctricos y materiales de desecho. Es la antesala de sus primeros cortos animados que le llevan definitivamente a Los Ángeles, a Cabeza Borradora y al cine. Aunque tardó cuatro largos años en terminar Eraserhead, sufriendo todo tipo de vicisitudes personales —el divorcio de su primera mujer, por ejemplo— aquella incontestable obra maestra le abrió las puertas de Hollywood. El resto es historia.
¿Y la pintura? Su nuevo trabajo como cineasta ya no le permitía tener tanto tiempo para su (verdadera) pasión: «El problema es que cuando estás trabajando en una película, es casi 24/7. Entonces, si surge una idea para pintar no tengo tiempo para plasmarla, y para cuando la película termina esa idea se ha esfumado».
Pero una vez que Lynch va abandonando poco a poco la primera línea del cine tras Mulholland Drive (2001) y espacia cada vez más sus proyectos fílmicos, el creador de Twin Peaks puede volver a su taller y centrarse más en la pintura. Y es así como empiezan a surgir ideas que sí tiene tiempo para plasmar en el lienzo.
¿Y cómo es su pintura? Sus lienzos están más cerca del minimalismo expresivo pero brutal de Cabeza Borradora. No en vano, aquella es su película más cercana a su corazón de pintor. Influenciado por algunos de sus héroes como Francis Bacon o Julian Schnabel, Lynch expone en sus pinturas ese universo a menudo indescifrable pero divertido y sobrecogedor a partes iguales.
«La imagen se ha vuelto más y más barata, y el mundo está lleno de millones de imágenes. Pero una pintura es una cosa única. Cuando te paras frente a una cosa que no se hace en una computadora, es algo especial. (…) Entonces, esas cosas, en mi opinión, son aún más preciosas hoy de lo que solían ser». El pintor frustrado David Lynch parece que seguirá creando cosas violentamente preciosas en su estudio de Los Ángeles, acompañado de un cigarrillo y un café negro como una noche sin luna.
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