En la exposición de Cézanne del Museo Thyssen de Madrid, lo primero que encontrará el visitante es un óleo misterioso: Retrato de un campesino. Uno de los últimos en que trabajó el pintor antes de morir. El personaje es nudoso como el tronco de un árbol y está algo retorcido sobre si mismo. Pero lo más extraño es su rostro borroso. Cézanne solía terminarlos. ¿Por qué no lo hizo esta vez?
Cézanne recurría a su propio reflejo en el espejo para acabar de componer alguna escena, cuando se quedaba sin modelos. Quizás este sea un autorretrato del pintor. Quizás una pregunta sin respuesta para él: ¿cómo me recordará la historia?
Retrato de un campesino, 1905, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
El más “torpe y excéntrico” del grupo de los impresionistas –así le tachó la crítica tras la primera exposición del movimiento, en 1874– realizó en el aislamiento de Provenza gran parte de su obra. Su única compañía fueron los árboles de sus paisajes.
Las palabras de desprecio de los críticos hacia su pintura –brutal, tosca, infantil y primitiva– pronto se convertirían en las alabanzas del arte moderno.
Pero el pintor siguió prefiriendo los caminos intrincados del bosque a las carreteras del reconocimiento oficial. Pintaba al aire libre. Es el prototipo de artista en este sentido. Aunque al volver cada recodo de estos senderos pintados el observador vaya a darse con la pared del estudio. Imposible ver dónde terminan.
Esta tensión entre pintura al aire libre y de interior es una constante en Cézanne, que murió de una neumonía por resistir horas pintando bajo un aguacero. Y en torno a esta tensión gira la exposición del Thyssen, que reúne sus paisajes pintados en el exterior con sus bodegones y escenas de bañistas, que componía en su taller.
Bañistas, 1880, Detroit Institute of Arts.
Son 58 pinturas en total –49 óleos y 9 acuarelas– y esta, la primera retrospectiva de Cézanne en España en treinta años, comisariada por el director artístico del museo Guillermo Solana. Cézanne site/non site se inaugura el 4 de febrero y se podrá visitar hasta el 18 de mayo.
Cézanne introducía la naturaleza entre las cuatro paredes del estudio e, incluso, entre las cuatro aristas de sus bodegones había sitio para una montaña. La de Saint-Victoire, en Aix, prestaba sus geológicas hechuras a las naturalezas muertas de Cézanne.
El aparador, 1877, Szépművészeti Múzeum, Budapest.
Así, las formas geométricas de la montaña se contagiaron al mantel de sus bodegones y de ahí a las telas de los cubistas Picasso y Braque.
Puede que sí fuera Cézanne el campesino del retrato que abre la exposición. Que el pintor que desde la madrugada recorría incansable los caminos en busca de inspiración, el viejo maestro al que acudían los jóvenes en busca de consejo, el creador solitario alimentado del sustrato de la tierra, acabara como sus personajes por transformarse en árbol.
Conviene ir al Thyssen a refugiarse bajo la sombra de Cézanne, no sabemos si de ciprés, pero por lo menos igual de alargada.
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