No es posible visitar Lanzarote e ignorar la figura de César Manrique, entre otras cosas porque el aeropuerto de la isla lleva su nombre. Pocas veces en la historia del arte español se ha dado una conexión tan profunda entre un artista y su hogar. Porque para Manrique la isla de Lanzarote no era tan solo su lugar de nacimiento y residencia: era su materia artística, su inspiración y su desvelo.
Luchó con denuedo por contener el tsunami especulativo que el turismo de masas expandió por buena parte de las Islas Canarias. Se dice que Manrique fue uno de los primeros ecologistas cuando en España todo el mundo parecía salivar ante la llegada de divisas extranjeras gracias al turismo. El artista canario visualizó un dilema antes de que se manifestase: ¿cómo combinar el furor viajero con la sostenibilidad de los destinos turísticos?
Pero antes de que César se erigiese en el hijo pródigo de Lanzarote, se formó como pintor en Madrid. Allí quedó atrapado por las tendencias de moda en las vanguardias europeas. El informalismo matérico, que también interesó a otros contemporáneos como Tàpies o Millares, le vino como anillo al dedo: era el estilo ideal para plasmar su pasión por la lava volcánica, por la mixtura matérica sobre la superficie pictórica. Lanzarote al lienzo.
En los años 60 se le presenta la oportunidad de vivir en Nueva York. No era mal plan. Por un lado, estaba la revolución hippie, cuyas ideas —eso sí, a menudo deslavazadas— tan bien podían encajar con las del artista. Pero a nivel profesional era una ocasión de oro: la explosión Pop estaba a punto de enterrar el furor por el expresionismo abstracto. Ambas tendencias serían importantes también para la futura carrera del artista.
Y es que César Manrique siempre hizo gala de una visión sincrética del arte. Toda tendencia, todo recurso, podían ser aprovechables para la obra. Además, con su formación inicial como arquitecto y su evidente pasión por la naturaleza, motivo principal de su obra, el artista canario estaba a punto de encontrar su nicho creativo. Pero para que todo ensamblase definitivamente debía cruzar el charco de nuevo y volver a su amada isla.
1966. Manrique vuelve a casa de forma definitiva. Tiene 47 años y una larga trayectoria artística. Pero aun queda lo mejor. En plena eclosión del turismo de masas, César sabe camelarse a las autoridades de la isla, entre las que estaba Pepín Ramírez, presidente del Cabildo de Lanzarote, y el mismísimo Manuel Fraga, por entonces ministro de Información y Turismo.
En el Taro de Tahíche construye su futura casa sobre cinco burbujas volcánicas. Es una de las primeras muestras de arte total —tal y como lo definiría el propio Manrique— que cambia el aspecto de Lanzarote, una isla que a principios de siglo «ni siquiera aparecía en los mapas» al considerarse demasiado estéril para cualquier tipo de aprovechamiento económico.
Pero Manrique tenía un plan más allá de la jerga productiva. Él era artista y pensaba como tal. Aunque algunas de sus ideas eran abiertamente quiméricas, César difundió su locura en el momento y en el lugar adecuados. El resultado es una isla asociada a su figura y sus refrescantes acondicionamientos de parajes naturales.
El aura de Manrique se mantuvo refulgente durante el resto de su vida. De hecho, el artista canario llegó a recibir la invitación a colaborar en el diseño de un polémico centro comercial en el barrio madrileño del Pilar. Una muestra más del carácter imprevisible del artista. Pese a que en La Vaguada —uno de los centros comerciales más exitosos de la capital— poco queda ya del arte total de Manrique, supone otra muestra del carácter pionero del artista canario.
Y es que, en muchos sentidos, César Manrique fue un adelantado a su tiempo. Aquella cabra loca que corría por las playas de la isla, siguió irrigando proyectos chiflados y maravillosos por toda Lanzarote y más allá hasta 1992, fecha de su temprana muerte.
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