Figura fundamental del arte británico del siglo XX, Henry Moore fue uno de los grandes nombres de la escultura en Europa. Su trayectoria se inició dubitativa ante la incomprensión de sus contemporáneos para eclosionar en los años 50 convirtiéndose en la figura principal de la escultura en su país lo que le valió, por otro lado, numerosas ofensas por parte de las generaciones más jóvenes que lo acusaron de acaparador.
Efectivamente, tener un Moore en el jardín se convirtió en un must para el coleccionismo británico entre los 60 y los 80. Pero el artista siempre trató de seguir su camino más allá de las alabanzas y las críticas dialogando en sus hallazgos con otras grandes figuras como Oteiza o Chillida.
Henry Moore nació en una mala época, como les sucedería a muchos de sus contemporáneos. Ver la luz a finales de siglo XIX en Europa suponía sufrir dos guerras mundiales desde dentro. Y, efectivamente, las dos guerras fueron claves en la biografía de Moore. En la primera se envenenó con gas en un ataque en Bélgica lo que le llevó a casa para recuperarse. Gracias a la pensión otorgada por el Gobierno como veterano, Moore dejó su labor como joven maestro e ingresó en la Escuela de Artes de Leeds donde conoció, entre otros, a la escultora Barbara Hepworth.
Ya en 1924, pasó a Londres donde continuó su formación hasta conseguir una plaza como profesor en el Royal College donde se encontró con Irina Radetsky, su futura mujer y madre de su hija: dos personas que marcarían no solo la trayectoria vital, sino también profesional del escultor.
En los últimos años de la década de los 20, Moore fue configurando su estilo en base a las influencias que tomaba de la vanguardia con artistas como Cezanne, Picasso o Modigliani, interesándose también por algunos maestros del primer Renacimiento como Masaccio o Giotto. Pero Moore también descubrió la escultura indígena de Oceanía, así como el arte precolombino, que fueron iluminando el futuro camino artístico del escultor.
Aunque más tarde se arrepintió reconciliándose con él —”mi admiración por Rodin ha crecido y crecido con el paso del tiempo”, decía ya en 1970—, Moore partió del rechazo a la corriente escultórica establecida que encarnaban los herederos del escultor francés. Rechazar el arte oficial y dominante —sea o no de calidad— no deja de ser obligatorio en un artista joven y él mismo lo padecería años después…
Así es como en 1933 entra en el Unit One, un grupo que integraba artistas de vanguardia de diferentes disciplinas artísticas, exponiendo en una muestra surrealista en la New Burlington Galleries de Londres tres años más tarde. Pero su arte no terminaba de conquistar al público —ni a sí mismo— no encontrando todavía el estilo que le diferenciaría.
Sería con el inicio de la II Guerra Mundial cuando el Gobierno de su país le encarga una serie de dibujos que plasmen el drama de los refugios antiaéreos del metro de Londres lo que le otorga cierta repercusión. Finalmente, en los años 40 todo termina de encajar en la obra y trayectoria del artista que alcanza su madurez: en 1946 el MoMA ofrece una retrospectiva de su obra y en 1948 la Bienal de Venecia le concede el Premio Internacional de Escultura. Por esta época, nace su hija Mary y Moore vuelve a la temática de la maternidad que ya había desarrollado con éxito en el pasado.
Gracias a su nueva situación como escultor de renombre mundial, Henry Morre lleva a cabo sus obras más ambiciosas logrando por fin su gran objetivo: integrar la escultura en el paisaje, rozando a menudo la abstracción, jugando con los vacíos, los volúmenes cóncavos y convexos y las calidades de los materiales, pero sin perder de vista la figura humana —casi siempre la mujer-madre— como su motivo principal.
“La escultura es un arte al aire libre. La luz del día, la luz del sol es necesaria, y para mí su mejor entorno y complemento es la naturaleza. Prefiero que una pieza de mi escultura se coloque en un paisaje, casi cualquier paisaje, que en el edificio más hermoso que conozco”.
Así se refería en 1951 Henry Moore a la relación de su escultura con el paisaje que, sin duda, le emparenta con otros grandes nombres de la escultura europea como Eduardo Chillida. Este deseo de vincular la naturaleza a la escultura liberando a esta de su continente pétreo —ya fuese un museo o un edificio— es uno de los grandes hallazgos del artista británico que lo sitúa como precursor de toda una generación de artistas que llega incluso hasta el land art del propio Christo.
Pero esta fama de Moore le convirtió en el Rodin de los jóvenes escultores británicos de los 70 que lo veían como the establishment artist, como un acaparador de encargos públicos y de espacio en los museos… literalmente. Cuando Moore anunció un regalo de diversas obras a la Tate de Londres, un grupo de artistas, entre los que se encontraban incluso algunos de sus colaboradores, enviaron una carta al Times protestando porque no habría sitio para otros artistas si se colocaban las obras de Moore.
Pero el tiempo pasó y, finalmente, la figura de Henry Moore se valoró en su justa medida, como el padre de la escultura contemporánea en el Reino Unido, como el modernizador del lenguaje escultórico en un país que, hasta aquel entonces, no había mostrado gran entusiasmo por los avances vanguardistas en esta disciplina.
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