El pintor de Montmartre, el Edipo de la trastienda del Tentempié, el borracho que cambiaba lienzos por botellas de vino… Maurice Utrillo (1883 – 1955) fue muchas cosas a lo largo de su vida, pero, sobre todo, fue hijo de su madre, la pintora y modelo Suzanne Valadon que le introdujo en el mundo —y en el submundo— de la bohemia parisina de principios del siglo XX: para la bueno y para lo malo.
Casi todos los comercios de Montmartre tenían un utrillo a principios de siglo. Por aquellos tiempos, los habitantes del bohemio barrio de París ya estaban al corriente de la pujanza del arte de vanguardia que se cocía en la ciudad. Cuando Maurice le ofrecía al frutero un cuadro a cambio de un cesto de manzanas, este lo guardaba… por si acaso. No parecía que aquel joven alcoholizado fuese a durar mucho, pero tal vez un día alguien lo declare genio y sus cuadros valgan miles de francos.
A Maurice la afición artística le venía integrado en su ADN. Su madre fue la célebre Suzanne Valadon, primero modelo de artistas y, después, pintora de prestigio. Suzanne se había ido de casa a los 14 años para tentar a la suerte en el París del último cuarto de siglo. Habitual de la noche, más temprano que tarde tenía que acabar departiendo con un pintor. Toulouse-Lautrec fue el primero en ofrecerle posar en uno de sus cuadros. Luego llegaría Renoir y Degas.
A los 18 años Suzanne tuvo a su hijo Maurice. Sin apellido en su primera infancia —nunca supo (o quiso saber) quién era el padre— hasta que el ingeniero y artista catalán Miquel Utrillo lo adoptó legalmente para darle un apellido. Nace a los 6 años —otra vez— Maurice Utrillo que se cría entre talleres y cabarets.
La relación y su madre siempre fue estrecha. Suzanne trató por todos los medios de disuadirle para no convertir su afición al alcohol en un problema grave de salud, pero en la primera década del siglo XX, Maurice era uno de los borrachos oficiales de Montmartre. Cuando no bebía, pintaba. Ninguna de las dos cosas se le daban mal.
El pintor de los blancos más blancos
El joven Maurice no se devanaba mucho los sesos para buscar motivos para sus obras. Pintaba lo que veía delante suyo. Y delante tenía Montmartre… y sus blancos. Comienza el periodo blanco de su obra, a la postre el más decisivo. No sabemos si Utrillo tomó esta decisión de llenar de blanco sus obras de forma premedita, buscando afianzar un estilo propio, o se trató de algo más inconsciente. Nosotros nos decantamos por la segunda opción.
Sea como fuere, los cuadros blancos de Utrillo son únicos en la historia del arte francés de vanguardia. Al empaste blanco aplicado con espátula se le añade yeso, creando una emocionante vibración cromática que otorga a las obras de este periodo un fulgor mágico.
Muchos de estas sorprendentes obras de pequeño formato se hallan en el Museo de l’Orangerie, famoso por acoger los inmensos nenúfares de Monet en su planta principal. Entre ellas está la Casa Berlioz (1914), lienzo ejemplar de esta etapa de Utrillo. Solo se representa el encalado de una fachada con cierta influencia cubista. Aparentemente el cuadro no dice nada, pero muchos visitantes no pueden apartar su mirada: es el hechizo del blanco de Utrillo.
Fue en la época de Casa Berlioz cuando la estrella de Maurice iba a empezar a brillar más allá de las carnicerías del barrio. Había logrado exponer en el Salón de Otoño y sus cuadros empezaron a venderse bien. Tanto que comenzaron a proliferar decenas de falsos utrillos por el barrio. Todo el mundo decía poseer un cuadro del pintor. Años más tarde, hubo que hacer una gran pira con todas estas imitaciones.
Y Maurice se convirtió en uno de esos artistas malditos que no mueren. Aunque formó parte de la conocida como Trinidad Maldita junto a su madre y a su amigo —y novio de su madre— André Utter, Maurice finalmente dio el braguetazo: se casó con una aristócrata coleccionista que le dio la tranquilidad —también económica— que le faltó en la primera fase de su vida. Pero artísticamente Maurice Utrillo siempre será el pintor borracho del resplandor blanco de Montmartre.
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