De sobra es conocida la faceta artística como pintor de Peter Paul Rubens, de sobra son célebres sus mujeres de proporciones majestuosas como paradigma de belleza de otros siglos. No anunciamos nada nuevo elogiando la grandilocuencia de sus pinturas, su gran habilidad técnica, su particular destreza para tratar temas mitológicos, religiosos e históricos, en los que destaca el elaborado ritmo de sus composiciones así como el tratamiento psicológico de sus personajes. Rubens (Siegen, 1577- Amberes, 1640) fue uno de los genios de la pintura del siglo XVII. Esto ya lo sabemos. Fue el preferido del monarca español Felipe IV. Fue “el Homero de la pintura”, según Delacroix. El Museo del Prado alberga buena parte de sus obras. Pero, Rubens, no solamente fue un pintor.
Si bien es de dominio entre sus seguidores, no es de conocimiento tan popular la habilidad social con la que el artista fue capaz de desenvolverse por los escenarios políticos y sociales de su tiempo. Hay que recordar que la espada con la que el pintor se representa en cuadros como El jardín del amor (1630- 1635) fue un regalo del monarca inglés Carlos I, quien lo nombró caballero no precisamente por sus méritos artísticos sino por su valiosa aportación diplomática. En palabras de Joachim Sandrart, pintor y cronista de arte, Rubens «era atento y cortés con cualquiera, recibido siempre con cariño y alegría donde quiera que fuera».
En Amberes, su ciudad de residencia, solía ser requerido por la archiduquesa Isabel para misiones diplomáticas, con resultado tan favorable que la gobernadora no dudó en recomendarlo al propio monarca de la Corte española. Éste delegó en él buena parte de responsabilidad, enviándolo a Londres en 1629 como mediador en el largo conflicto que enfrentaba a España con Inglaterra. El artista siempre se sintió orgulloso de que, gracias a sus viajes, aquel aprieto se resolviese favorablemente para ambas partes. Sus posteriores misiones secretas llevadas a cabo en su propio país, como intento infructuoso de reunificar el territorio dividido de los Países Bajos, hicieron que Rubens, para suerte del arte, abandonase tal ocupación y se dedicase desde entonces y por completo a la pintura. También sería decisiva, en este sentido y tras la muerte de su primera esposa, la llegada de un nuevo amor.
“A partir de ahora llevaré una vida nuevamente apacible”, escribía Rubens a un amigo poco después de celebrar su segundo matrimonio. El pintor, que había enviudado de su primera esposa cuatro años antes, contraía en 1630 nuevas nupcias con una joven de apenas 16 años cuando él ya contaba con 53. El status de reconocimiento del artista, en la cúspide de su carrera, ayudó a solventar, en gran medida, la traba social que tal diferencia de edad suponía también a los ojos de aquella época. Así, y en compañía de Hélène Fourment, Rubens recuperaba buena parte de su alegría por vivir perdida.
Fruto de este entusiasmo recobrado, encontramos una de las obras más personales del pintor, la citada: El jardín del amor, conocida en otro tiempo también como La corte de los placeres de Venus. Se trata de una de las pocas obras que Rubens no realizó por encargo, sino que fue compuesta sin mayor objetivo que quedársela para sí, como plasmación de la nueva vitalidad que su nueva historia de afectos con Hélène le regalaba. Rubens rompió así “la dorada cadena de la ambición” con que la sociedad de las cortes lo esclavizaba y se dedicó a una vida independiente y tranquila.
El jardín del amor está plagado, cómo no, de amorcillos, esos alados seres mitológicos emparentados con Cupido que interactúan con sus fuerzas sobre los personajes reales. Ya en la parte izquierda del cuadro podemos observar cómo uno de ellos empuja a una muchacha indecisa a los brazos de un hombre que la sujeta de su cintura. La uniformidad de los rasgos de todas las mujeres, con su nariz recta y sus ojos ligeramente hundidos, hace pensar que todas ellas podrían ser la propia Hélène, desde su abandono de la timidez hasta su entrega decidida sobre el suelo, mirando directamente al espectador. Ya en el extremo derecho, desciende con toda autoridad, levantando un penacho de plumas, las escaleras del brazo de su esposo.
Por otro lado, las tres figuras femeninas centrales, serían también la propia esposa del pintor, quien por cierto se repite de la misma manera a sí mismo en las figuras masculinas. Dichas tres mujeres podrían representar las tres formas distintas del amor: el apasionado, el sereno y el maternal, éste último con uno de los amorcillos apoyados en su regazo. Toda la escena se representa en el jardín, cuya importancia era fundamental en el siglo XVII, ya que en ellos encontraban acomodo las citas entre damas y caballeros de las altas esferas. Pues era allí donde podían encontrar la intimidad necesaria para intercambiar sus confidencias.
Rubens sitúa en la esquina superior derecha una fuente de Venus, de cuyo pecho brota el agua, símbolo de la fertilidad. La concha sobre el pórtico es también una clara alusión a ella. En la fuente del fondo puede vislumbrarse una representación a grandes rasgos de las tres Gracias. La parte derecha del cuadro se cierra con un pavo real que simbolizaría a la diosa Juno como protectora del matrimonio. Como vemos, El jardín del amor, como casi todas las obras de Rubens, están repletas de referencias mitológicas en sus detalles. La composición narrativa de esta pintura es un buen ejemplo de la habilidad portentosa de Rubens para relatar pictóricamente.
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