El Museo Whitney de Nueva York desvela los secretos de proceso de trabajo del artista, en la mayor muestra organizada de sus dibujos, con varias de sus obras más emblemáticas
Edward Hopper (1882–1967) es un artista esencial para comprender el devenir del arte norteamericano en el siglo XX, pero su influencia se extiende más allá e impregna a su industria cultural más potente: el cine. Hopper es el creador de su iconografía de cafeterías para noctámbulos, de espectáculos teatrales donde se dan cita los adinerados de la ciudad, de oficinas con jefes trajeados y secretarias al más puro estilo Mad Men, de descorazonadores interiores domésticos y de casas de campo tenebrosas, como la que Hitchcock le tomó prestada para el Hotel Bates de Psicosis. Hollywood está en deuda con Hopper hasta en sus planos y movimientos de cámara.
Por eso esta exposición del Museo Whitney de Nueva York –dónde si no- es como una enorme reunión de storyboards. También en blanco y negro, los más de 200 dibujos de este artista que se muestran son como la planificación de una gran película que contara la historia de los Estados Unidos desde las décadas de 1910 a 1960: cuándo se conforma su identidad visual, en deuda con la obra de este creador, que no fue un rompedor como Pollock pero, a su manera, dejó una huella indeleble en el arte del siglo XX.
Este museo neoyorquino, que conserva la colección más importante de obras de Hopper, ha realizado un estudio de su proceso de trabajo a partir de más de dos mil de sus dibujos y presenta sus conclusiones en esta muestra. Junto a los dos centenares de bocetos que cubren toda su carrera, incluyendo los primeros realizados en París, exhibe algunas de las pinturas más icónicas del artista, como Nighthawks (1942) -prestada excepcionalmente por The Art Institute de Chicago-, Early Sunday Morning (1930) Soir Bleu (1914), Manhattan Bridge Loop (1928), Office at Night (1940) o Gas (1940).
Gracias a este estudio, en la exposición se puede comprobar cómo Hopper, que nunca quiso ser encuadrado entre los artistas de la Escuela Ashcan, fieles como él a las formas figurativas, combinó el realismo de sus coetáneos con elementos fruto de su propia imaginación. A la relación entre realidad e inventiva, Hopper le llamaba “the fact”. Quizá por esto sus pinturas resultan tan enigmáticas, pues tienen apariencia real pero encierran una historia totalmente ficticia, aunque verosímil.
Un recurso muy característico de Hopper es hacer que sus escenas se vean como a través de una ventana, de modo que el espectador se convierte en una especie de voyeur. Es incluido en el cuadro, como si realmente fuera testigo de lo que está pasando tras el cristal. ¿Les suena? Es la magia del cine, que en Hopper es a la vez influencia e inspiración.
Más información: Whitney Museum
Hasta el 6 de octubre
Aurora Aradra