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Año 1933, Hitler sube al poder como dirigente del Partido Nacionalsocialista alemán tras ganar las elecciones del mes de mayo. Comenzaba el Tercer Reich, una época de horrores que nos viene a la memoria hoy día en todo el mundo occidental con tan sólo ver una imagen: la cruz gamada o esvástica. Sin embargo, este símbolo posee un uso, tradición y significado mucho más antiguos y amplios de los que, por desgracia, le fueron otorgados por el nazismo. La palabra “esvástica” posee, bajo su origen sánscrito, un significado de “bienestar y buena suerte” y su representación gráfica aparece múltiplemente reproducida en imágenes y arquitecturas de la India y Nepal, además de ser habitual en el arte celta, románico, gótico y de la Antigüedad clásica. Éste es sólo un caso, de los múltiples, del poder que guardan los símbolos y de la influencia que pueden llegar a ejercer. El arte cuenta con infinidad de ejemplos de imágenes con un sentido distinto al que pudiera parecer, “escondidas” en unas ocasiones por necesidad, como un guiño o parte de una construcción alegórica más compleja en otras. Unos significados cuyo conocimiento, en ocasiones y con el paso de los siglos, se ha perdido, siendo necesaria su recuperación para poder comprender en su totalidad la obra que los guarda.


Símbolos en la religión

En los primeros tiempos del cristianismo, en las representaciones plásticas asociadas a sus espacios de culto y enterramiento, podemos encontrar ¡esvásticas! Parece difícil de creer y lo cierto es que estas imágenes, de nuevo, nada tienen que ver con el régimen nazi: hablamos de las Crux dissimulata, una cruz disfrazada dentro de una circunferencia parcial que posibilitaba la inclusión de este símbolo religioso de una forma poco obvia, de ahí su nombre. La persecución de los cristianos en los comienzos del culto hizo que estas comunidades agudizaran el ingenio: no sólo se reunían bajo tierra sino que además elaboraron todo un “vademécum” de símbolos camuflados cuya representación servía de indicativo a otros practicantes. Palmeras, ciervos, pavos reales, vides y, el gran protagonista, el pez, se convirtieron, junto con los diversos anagramas de Cristo, en el medio para comunicarse y reconocerse en cualquier parte del mundo como cristiano. Lo cierto es que la religión es una buena cantera de iconos, en cualquier época en la que nos fijemos, así, por ejemplo, el triángulo (como línea compositiva o como figura) es una simbolización de la Santísima Trinidad (de fertilidad en cultos paganos), las columnas salomónicas del Barroco hacen referencia al antiguo templo de Salomón en Jerusalén y el crismón románico (XP) es el monograma de Cristo (a veces acompañado de Alfa y Omega: “principio” y “fin”). Los capiteles y tímpanos de las iglesias están plagados de referencias alegóricas (recogidas en los llamados bestiarios): los leones, águilas y grifos son “los guardianes del templo” en indicación del carácter sagrado que el visitante debe respetar, el cordero hace referencia al sacrificio de Jesús para redimirnos (y a su cualidad de Buen Pastor) y la serpiente es la representación del pecado original, al igual que la liebre específicamente lo es de la lujuria o el cerdo de la pereza, entre otros. Pero no sólo las imágenes poseen un significado en el arte cristiano, la numerología y la arquitectura en sí, estrechamente vinculadas, son la base de la que parte todo lo demás: los claustros medievales son una representación del Jardín del Edén, las naves de las iglesias de planta cuadrada simbolizan la Tierra (4 puntos cardinales) y la cabecera semicircular el Cielo (al igual que las cúpulas), y la propia planta de cruz latina es una figuración del cuerpo de Cristo (cabecera, brazos del transepto, cuerpo de las naves y pies).


Encuentros inesperados

Los símbolos en el arte son muy diversos, casi infinitos, y nos permiten encontrar de la forma más sorprendente representaciones de instituciones, ideas, personas o vivencias que nunca hubiéramos sospechado. En el Baldaquino de San Pedro, encargado por el papa Urbano VIII a Bernini, advertimos la existencia de abejas por doquier, símbolo de la familia de los Barberini, a la que pertenecía el pontífice. Igual sucede en la Fontana de la Barcaccia (que incorpora otro de los elementos del blasón barberini: los soles), en la Fontana delle Api, o en el Sepulcro de Urbano VIII. La forma de El Escorial es un homenaje a San Lorenzo (cuyo principal atributo es una parrilla, instrumento de su martirio) y su decoración una alegoría completa de Carlos V (el águila bicéfala será el emblema de su escudo y las bolas y pirámides decorativas los símbolos que le asimilen con Hércules). En la imaginería española de la Edad Moderna podemos encontrar tallas de la Virgen niña pisando una serpiente o dragón, símbolo de su pureza y su concepción inmaculada. En el Barroco era habitual la inclusión en las obras de arte de una calavera, como recordatorio de la mortalidad de la vida (memento mori). Existen símbolos templarios distribuidos a lo largo de todo el Camino de Santiago, en iglesias y plazas (famoso es el Juego de la oca) y las universidades españolas poseen en sus muros alegorías del conocimiento y las artes liberales. En los jardines secos del arte zen cada uno de los elementos, escogidos con sumo cuidado en un número mínimo, posee un significado (las piedras en una superficie de grava pueden ser los obstáculos que encuentra el pensamiento en su fluir) y el arte islámico, en atención a su carácter iconoclasta, empleará elementos geométricos.


Obras que encierran secretos

Pero los símbolos en sí mismos no poseen un valor definitivo y, en muchas ocasiones, el significado de lo representado depende del contexto en el que se encuentre, pudiendo ser variable. Si observamos la obra de Caravaggio Muchacho mordido por una lagartija sólo veremos un cuadro de extraño tema, con un púber con cara de dolor al notar el mordisco del animal. Pero si supiéramos que la representación de la lagartija conlleva un doble sentido (“lagartija” en la época significaba en lenguaje popular “pene”) podríamos deducir que esta obra es una advertencia frente al disfrute de los placeres de la carne, posiblemente ofrecidos por una prostituta quizá no muy sana (algo que el pintor debía saber, dada su vida disoluta). Sin embargo, el cuadro posee otra lectura, algo menos prosaica, que queda manifiesta en el propio hecho de la enfermedad que sugiere (en esta ocasión “social) y en la pecera representada, donde aparece el taller de Caravaggio: el deseo del maestro de dejar constancia de su excelencia y sus sobradas cualidades para poder ingresar en la Academia del Oro de Federigo Zuccaro, quien en sus comienzos se negará a admitirle precisamente por su estilo de vida (El poder del arte, Simon Schama). El matrimonio Arnolfini, de Jan van Eyck, es otro buen ejemplo de símbolos ocultos y todo él un canto a la fecundidad: la lámpara ubicada en el eje central del cuadro tiene una vela encendida, símbolo de la luz divina que preside la unión y la santifica (además, hace alusión a la vela que se encendía para favorecer la fertilidad la noche de bodas), sobre el respaldo de la silla ubicada tras la mujer aparece una figura de Santa Margarita, patrona de las parturientas (identificada a veces como Santa Marta, patrona del hogar), el verde era el color de la fertilidad en la época y el perro simboliza la fidelidad marital, sin contar el resto de múltiples símbolos que plagan la escena.




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