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La subjetividad de los conceptos bello y feo se refleja en la mutación y variación que estos han sufrido a lo largo del tiempo, del mismo modo en que ha cambiado la idiosincrasia de la sociedad y la estructura cognitiva de sus ciudadanos. La visión de cada época ha conferido al arte del momento la categoría adecuada según los cánones y los preceptos aceptados, mantenidos por una tradición heredada que titubea y varía progresivamente con los nuevos usos y hábitos del hombre. La hermosura romántica que hoy en día puede despertar un paisaje de edificios informes y decadentes en una ciudad decrépita que otrora deslumbró, seguramente hubiese sido algo denostado en el Renacimiento y en los periodos donde el orden y la proporción constituían el baremo oficial que dictaminaba lo apropiado, esto es, que conferían el estatus de bello. Friedrich Nietzsche, en El crepúsculo de los ídolos, comentaba que "en lo bello el hombre se pone a sí mismo como medida de la perfección y se adora en ello (…)” y que “lo feo se entiende como señal y síntoma de degeneración". La perfección y la degeneración, como motivos cambiantes, han marcado los horizontes a los que dirigirse y alejarse: el arte anhelaba obtener esa pulcra integridad esforzándose en apartar lo desagradable, lo horrendo, lo feo. Esta idea se recoge en la definición inaugural de estética que profirió Baumgarten en 1752, donde la describía como aquella disciplina que versa sobre lo bello, desterrando todo atisbo de fealdad; esta asimilación estética del arte con la belleza llevó a la mezcla y confusión de los términos.



Desde un simplismo soez, nuestros oídos se han acostumbrado a un “me gusta, es bonito” o, por el contrario, a un “no me convence, es feo”, como juicios valorativos que aceptan o rechazan una obra de arte. De hecho, podría concluirse que estas medidas son la herencia de una tradición desusada que se remonta al clasicismo griego, donde la imitación de la realidad era ley estética. Del mismo modo, al margen de la forma, las temáticas subyacentes a la obra de arte también quedaban sujetas a las normas del buen gusto y, evidentemente, una pintura retratando con crudeza un asesinato no hubiese sido aceptada en determinados periodos. Pocas centurias después, Bacon se exhibe en el Prado, hecho que muestra la definitiva integración de la fealdad en la tradición del arte y la capacidad de éste para sublimarla. Artistas como Brueghel y El Bosco ya intentaron con algunas de sus obras, como El Triunfo de la muerte o El jardín de las delicias, escandalizar, mostrar el horror, exaltar al espectador, del mismo modo en que Goya lo haría con sus pinturas negras, creando un modo de entender la estética que seguiría el posmodernismo (podríamos hacer la enésima referencia a Damien Hirst). Esta idea es la que hizo musitar a Edmund Burke en 1756 que "Cualquier cosa que de algún modo pueda excitar ideas de sufrimiento y peligro, es decir cualquier cosa que sea de algún modo terrible, o trata sobre objetos terribles, u opera de formas análogas al terror, es fuente de lo sublime; es decir, que produce la más fuerte emoción que la mente es capaz de sentir"


Burke, en el ensayo Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, bosquejó una peculiar teoría estética donde separaba lo sublime de lo bello, entendiendo el primero como el referente al que se debe dirigir el arte. Lo bello ya no será la última instancia capaz de elevar al hombre; el arte, por lo tanto, no se servirá únicamente de lo bonito para conmover y provocar deleite, sino que utilizará la fealdad, el horror y el terror para conmocionar, agitar, interpelar y sacudir las emociones, sentimientos y sensibilidades de aquel que lo contemple: “cuando el peligro o el dolor aprietan demasiado, son incapaces de causar placer alguno, son simplemente terribles, pero cuando están a cierta distancia, y con ciertas modificaciones, pueden ser, y son, maravillosos, como podemos experimentar cada día”. El sujeto se embelesará con la fealdad plasmada en un lienzo, en la medida en que la obra es capaz de utilizar tal condición como vehículo de expresión que ahonda en el fondo de quien la contempla. “Las ideas de pena, enfermedad y muerte, causan en el ánimo fuertes emociones de horror…” un horror condición de lo sublime, que excitan de forma más intensa que la armonía y la beldad al alma humana.

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