Durante muchos siglos la copia fue un sistema válido y aceptado en el mundo del arte. La repetición de encargos basados en historias de temática bíblica o mitológica favorecía la creación y circulación de muestrarios iconográficos destinados a facilitar la representación, que debía adecuarse -más en unas épocas que en otras- a una cierta veracidad, o correspondencia. Tan sólo debía respetarse una consigna implícita en la copia: el resultado debía superar al original. Esto, que hoy día llamamos inspiración, nos resulta inaceptable por culpa de un concepto muy reciente y que no en todos los círculos es admitido sin lugar para la duda: la originalidad de la autoría.
Si bien podríamos tomar en consideración -hablando al margen de límites legales- que una obra de arte, el corpus entero de un artista si se quiere, es el resultado final en el que ha terminado por desembocar toda una cadena previa de influencias y descubrimientos anteriores, también hay que tener en consideración que esta sola circunstancia no crea un producto merecedor de la denominación "arte". Una cualidad que se define como "la expresión de una visión personal y desinteresada" (algo, esto último, discutible en este contexto), con la implicación que ello conlleva de cara a la valoración de la licitud de la copia. Sociedad
versus individualidad es el debate que se abriría en este punto: ¿a quién pertenece una obra una vez ha sido "entregada" a una pluralidad? Sin duda, hoy día, contestaríamos que al autor.
No siempre fue así, sin embargo. Y, hasta bien entrada la Edad Moderna, era una costumbre habitual retocar y copiar obras ajenas en un proceso al servicio de la mejora. La obra no estaba concebida como una entidad en sí misma, reflejo y propiedad no maleable de un bagaje personal, sino, de una forma que nos puede parecer extraña, un ejercicio en continua evolución, innato a la propia creación. Así, son multitud de ejemplos los que podemos encontrar en la Historia del Arte de autores que "compartirán" obras: adaptaciones, interpretaciones, inspiraciones.... llámese como se quiera, lo cierto es que desde los maestros románicos hasta Warhol, pasando por autores como Luca Giordano, Duchamp o Rafael, podemos encontrar múltiples casos de lo que hoy día conocemos por plagio. De hecho, en plena transición del Renacimiento al Neoclásico una de las cualidades implícitas exigibles a un buen artista es que poseyera la capacidad de copia y aún hoy, en nuestra contemporaneidad, existe una corriente a favor de una cultura universal.
El presupuesto en el que se basa esta apertura podría entenderse a partir de la idea de un mundo globalizado, donde el conocimiento está al alcance de una mayoría y, cada vez más, el desarrollo se entiende desde la participación común. Sin embargo, una cosa es la copia y otra muy distinta la apropiación indebida, o en palabras del ya citado Warhol: “No me molesta que la gente robe mis ideas, pero me pone un poco loco que falsifiquen mis obras y las firmen con mi nombre". Y es que quizá lo deseable por muchos, algún día, sea el advenimiento de una utopía sin límites ni propiedades pero, hasta entonces, y aún entonces, el derecho a decidir es un valor que debe ser respetado.